México nunca ha sido un país realmente neoliberal. Los anteriores Gobiernos adoptaron muchas medidas para reducir el estatismo y promover el libre mercado —la economía mexicana se volvió una de las más abiertas del mundo, entre otras cosas— pero los usos del régimen priista primigenio siguieron siendo práctica común en los quehaceres públicos. Un ejemplo, amables lectores: un cacique de cierta entidad federativa de la República decide, digamos, que se construya una carretera para circundar tal o cual ciudad de su muy libre y muy soberano estado. Tiene sus amigos y sus compadres y sus familiares el señor, desde luego, así que lo primero que maquinan en sus comilonas de fin de semana es sacarle todos ellos una jugosa tajada pecuniaria al proyecto. ¿Cómo? Muy fácil. De manual para primerizos, miren: el camino atravesará algunas tierras que serán oportunamente compradas a bajo precio a los ejidatarios de turno y, una vez que hayan sido concluidos los trabajos, comercializadas para edificar allí centros comerciales, fraccionamientos de lujo, parques industriales y hoteles. Negocio redondo. Una transacción realizada a la sombra del poder político, es decir, diseñada directamente por quienes tienen la facultad de emprender obras públicas para beneficiar a unos socios suyos que, por su parte, repartirán la correspondiente rebanada del pastel a todos los involucrados y servirán, encima, de testaferros al mandamás para que su nombre no aparezca jamás asociado a las propiedades en los registros oficiales. Pues bien, esto no es neoliberalismo, señoras y señores. Esto es capitalismo de amiguetes y punto. En una verdadera economía de mercado las oportunidades están abiertas a todos los aspirantes y los contratos no se reparten a un círculo cerrado de individuos cercanos a quienes gobiernan. Para ello existen, precisamente, organismos reguladores y entes que supervisan los procedimientos de adjudicación y las concesiones a todos los proveedores. Estamos hablando, naturalmente, de un modelo en el que funcionan las instituciones y se respetan las leyes. O sea, de un sistema con un Estado fuerte y confiable.
Aquí no tenemos eso. Nos solazamos, por el contrario, en una perniciosa cultura de ilegalidad. ¿Neoliberalismo? Para nada…
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