No asomaban las primeras luces del amanecer cuando, sin haber cumplido aún los 12 años, María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo, hija del conde de Jaruco y futura condesa de Merlín, escapaba corriendo por las calles solitarias de La Habana colonial de la reclusión forzada en el Convento de Santa Clara y de sus claustros que hoy nos parecen tan hermosos.
Casi recién nacida, sus padres la habían dejado en manos de una abuela consentidora que le permitió crecer en plena libertad por el ancho espacio de las haciendas familiares. Para los condes de Jaruco importaba, sobre todo, hacer lobby en la corte de Madrid. Olvidaron la antigua advertencia de la Epístola moral a Fabio, según la cual «las esperanzas cortesanas / prisiones son do el ambicioso muere / y donde al más activo nacen canas».
Apostaron a la carta equivocada, la del invasor José Bonaparte. Sortearon peligros de toda índole para llegar a Francia cuando Fernando VII, «el deseado», recuperó el trono perdido. Pero ya María de las Mercedes se había casado con el conde de Merlín, alto oficial del ejército napoleónico. Tuvo un salón exitoso en París, donde recibía a los grandes músicos de la época. No olvidó del todo su tierra de origen. En el rejuego de la política, el primer reformismo cubano procuró su apoyo, teniendo en cuenta su destacada posición en la sociedad francesa. Viajó a La Habana y dejó un valioso testimonio de su estancia en el país natal.
Aunque criticara el trato abusivo a los esclavos, poco tuvo que ver la visión de la condesa con la historia de Aponte, ajusticiado ejemplarmente por lo que pudo haber hecho y por la amenaza que representaba para el poder colonial y en favor de la emancipación de los esclavos. Descendiente de libertos miembros de los batallones de pardos y morenos, informado de los acontecimientos que sacudieron a la vecina Haití, Aponte, portador de una cultura mestizada, hecha de oficio, de habilidades pictóricas, de conocimiento de la Biblia y de otros mitos, sometidos por él a una muy personal lectura, fue inmolado por intentar la organización de un movimiento contra el opresor con redes que, al parecer, se extendían más allá de la capital.
Años más tarde, nacida de la ficción y convertida en referente de nuestra cultura, la mestiza que hubiera podido parecer blanca, al decir del dramaturgo Abelardo Estorino, nombrada Cecilia Valdés, animaría con sus travesuras los alrededores de la Loma del Ángel.
Después del estallido de la Guerra de los Diez Años, un adolescente llamado José Martí andaba por las calles de la ciudad y pudo contemplar la violencia ejercida en el Teatro Villanueva con motivo del estreno de Perro huevero… Su rebeldía de entonces lo llevó a la dolorosa experiencia de trabajar encadenado en las canteras de San Lázaro. El relato estremecedor de esa vivencia en El presidio político en Cuba debiera ser lectura obligatoria para todos los nacidos en esta Isla.
Su fraterno Fermín Valdés Domínguez, compañero en las aulas de Mendive, se comprometió definitivamente con la causa redentora a partir de la vesania cometida por el Cuerpo de Voluntarios al exigir el fusilamiento de sus condiscípulos, los ocho estudiantes de Medicina.
Hay que reconocer que el capitán general, Miguel Tacón, impulsó la primera modernización de la ciudad y se comenzó entonces el derribo de las ya inútiles murallas, al desaparecer el peligro de los ataques piratas. Por lo demás, de poco sirvieron para defender la ciudad a la hora de los mameyes, en ocasión de la ocupación británica. Ahora, los piratas eran otros. Estaban en contubernio con los tratantes de esclavos.
La ciudad se expandió, siguiendo el trazado de las calzadas que señalan los puntos cardinales. Los sacarócratas establecieron sus mansiones en el Cerro, según creían, más salubre que el entorno portuario.
Con la República neocolonial, el Vedado fue el primer barrio concebido con un diseño integral, de acuerdo con regulaciones urbanas bien definidas. En un exitoso bestseller de los años 60, Renée Méndez Capote describió el ambiente de la zona de desarrollo habitada por los generales y doctores salidos de la Guerra de Independencia y por muchas familias procedentes del Cerro.
Después de la crisis demográfica debido a la guerra y a la reconcentración, siguió un crecimiento acelerado. Regresaron muchos emigrados, entre ellos los tabaqueros que dieron nombre al barrio de Cayo Hueso, complementado con una política orientada al blanqueamiento de la población, muy favorecedora para españoles e italianos.
Del crecimiento hacia las alturas del sur, por la vía de Puentes Grandes y la Calzada Real de Marianao, en la que pueden reconocerse todavía algunas enormes residencias como el Hospicio San Rafael y los remanentes muy maltratados de la Quinta Larrazábal, donde había encontrado protección Juana Borrero, y que fuera también el primer sitio habitado por mi abuelo, la orientación urbana se movió hacia el norte y el oeste, territorio costero, idóneo para la práctica de la moda de los deportes marinos.
Así, tentacular, la ciudad se expandió, fue tragando poblados y villas de cierta alcurnia, como la de Santa María del Rosario, hoy integrada al Cotorro. En los muros de su iglesia dejó huella el más antiguo pintor cubano de nombre conocido.
Con el inicio de la República, La Habana Vieja devino centro de negocios y de almacenes que emanaban pestilencias insufribles. Zona marinera, fue también prostibularia, ámbito adecuado para el surgimiento del mítico Yarini, aristócrata, proxeneta, manipulador de votos para el Partido Conservador, jinete impecable que recorría las calles de La Habana. Asesinado por sus rivales franceses en el control del negocio, el entierro fue seguido por aquella singular mescolanza social. Las esquelas mortuorias portaban las firmas de próceres de la nación y de familias de abolengo.
Aprisionada en sus calles demasiado estrechas, deteriorados algunos de sus ambientes, la «ciudad de las columnas» empezó a trasladarse hacia La Rampa. Algunos prefieren evocar hoteles, casinos y traganíqueles destruidos por el pueblo en el triunfo de enero de 1959. Sin embargo, La Rampa alcanzó vida y esplendor para varias generaciones de cubanos desde que se convirtió en ámbito simbólico del poder revolucionario. En el Habana Libre estuvo su cuartel general. Antes de la construcción del Palacio de Convenciones, allí se celebraron acontecimientos de enorme repercusión internacional con participación de intelectuales de primer orden y de figuras destacadas en la lucha revolucionaria de Nuestra América.
Los jóvenes andaban Rampa arriba y Rampa abajo. Los artistas que habrían de encontrar espacio propio (fundadores del Caimán Barbudo y de la Nueva Trova) tertuliaban en Coppelia, como antes lo hicieron los amigos de mi padre en el Bar Cabañas y, en la zona periférica de Arroyo Naranjo, los integrantes del grupo Orígenes y el heterogéneo conglomerado convocado por Carlos Enríquez, en su Hurón Azul donde, según me dicen, se conservan sus frescos de bañistas.
No es evocación nostálgica. Es una invitación a descubrir las claves de una ciudad hecha por sus arquitectos y por las manos callosas de albañiles, carpinteros, herreros. Constituye un patrimonio edificado viviente, atravesado por acontecimientos históricos, mitos y leyendas, edificado también por músicos, poetas y narradores. Las sábanas blancas se mantienen en sus balcones y el trovador Gerardo Alfonso ha recopilado un muy extenso cancionero dedicado a ella. Cuando lo tengamos en nuestras manos, resurgirá inconsciente, con la alegría del redescubrimiento, lo escuchado otrora en la radio y las victrolas.