Surcar la isla grande del archipiélago cubano, sentir su geografía alargada y estrecha, atravesar las infinitas llanuras del Camagüey, rodar en un ómnibus de La Habana a Santiago, ir hasta el oriente del oriente, hasta Guantánamo… es un ejercicio fuerte. ¿Será por esa circunstancia que siento cercano cada rincón del país? ¿Será por eso que cada barrio me encanta y me duele?
Por la mirada desfilan ciudades y caseríos, naturaleza y asfalto, verde y gris. La duermevela, el despertar continuo. Los baches como omnipresencia. El marabú asoma al borde de la carretera, o en la distancia. Sus flores aterciopeladas podrían engañar a los que lo vieron por vez primera, pero ya se sabe que es una planta tenaz, invasora, que ha tomado carta de ciudadanía. La observo y pienso en tanto marabú espiritual que ha crecido, que nos toca arrancar.
La continua improvisación, hija de la falta de diseño, como afirmara alguna vez Alfredo Guevara. La justificación en vez de la respuesta. El pasar sin que me importe, el callar porque me conviene. El oportunismo corruptor y camaleónico. La sospecha ante la iniciativa. Las instituciones parásitas. La carencia de estímulos. Los oídos sordos ante las críticas. El parlotear en vez de hacer. Las dilaciones suicidas.
Criticarnos y unirnos es la única manera de crecer. Por eso, durante el 9no. Congreso de la Uneac, como parte de la delegación de Santiago de Cuba, insistimos en llamar a las cosas por su nombre. En mirar hacia nuestros barrios, porque es allí donde asoma la Patria por vez primera.
Es hora de devolver la imagen Cuba a nuestras pantallas, con voces, autoridades, paisajes, modos y saberes de todo el país. Es una manera de reconocernos, y en consecuencia, de salvarnos. La nación urge de historias otras que no caben en los breves minutos de un reporte noticioso.
Hay que arrinconar la carnavalización del pensamiento, desterrar el facilismo y la complicidad de instalar aquí y allá (y hasta acullá) la mancuerna música desbordada con cerveza, como protagonista, como fórmula única, como espina injertada en el latido de la cultura.
El Festival del Caribe reúne ahora mismo en Santiago de Cuba a artistas populares, poetas, intelectuales... Sus creadores, en especial Joel James, siempre afirmaron que por la defensa de la cultura popular y tradicional pasa la independencia de nuestros pueblos. Ese orgullo es una apuesta al cimarronaje, una oda a nuestra creación autóctona, un canto contrahegemónico.
«¿Por qué desde Cuba no logramos insertar, difundir, exportar la obra de los que trabajan dentro del país y, en cambio, promocionamos y replicamos lo que ya el mercado acuñó y nos devuelve envuelto en sus reglas?», preguntaba Miguel Díaz-Canel Bermúdez, Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros. Tendremos entonces que preguntárnoslo y respondérnos.
De todo eso conversábamos al regreso. Una tertulia sobre ruedas, con delegados al Congreso, como un actor de la talla del santiaguero Dagoberto Gaínza, quijote activo y en escena a punto de sus 80 años; con el villaclareño Arístides Vega Chapú, dueño de las palabras y las historias; con el escritor manzanillero Luis Carlos Suárez, amante irrestricto de los libros; con el pintor Carlos René Aguilera, proveniente de una casta de artistas de una cubanía inagotable.
Cuba tiene la suerte de tener creadores como ellos, de intenso espíritu martiano. Estuve allí en el Congreso cuando se llamó a «una irreconciliable batalla contra la incultura y la indecencia». Y sentí un campanazo que me levantó del asiento, que aún me desvela.