El fuego ha sido uno de los grandes enemigos de las aglomeraciones urbanas desde la más remota antigüedad, desde los imperios del Oriente antiguo hasta la época clásica grecorromana y la postclásica bizantina. En 587 a.C., tras el asedio y la conquista del rey neobabilónico Nabucodonosor, ardió Jerusalén y su famoso Templo. En la gran ciudad griega de Éfeso, el famoso Templo de Artemis, una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo, fue destruido en 356 a.C., según la leyenda, durante la misma noche en que nació Alejandro Magno. El incendiario, Heróstrato, una suerte de terrorista ególatra, solo quería ver inmortalizado su nombre. En 146 a.C., como punto final de la Tercera Guerra Púnica y de su arquetípica rivalidad con Roma por el dominio del Mediterráneo occidental, Cartago fue incendiada sistemáticamente por los romanos durante más de medio mes. En el año 64, bajo el gobierno de Nerón, se produjo el Gran Incendio de Roma, que tantas leyendas sobre su autoría produjo. Y algunos siglos después, tanto en el V como en el VI, la Nueva Roma, Constantinopla, ardió por revueltas y rebeliones varias. Por ello, una de las grandes preocupaciones de todos los gobernantes y responsables de la seguridad en las urbes antiguas –que sin duda heredarán en el Medievo, la Edad Moderna y la posteridad– fue la lucha contra los incendios. Hay teorías sobre el uso de maquinaria contra éstos en el Antiguo Egipto, sobre todo en el mundo helenístico, cuando al parecer el científico alejandrino Ctesibio diseñó una suerte de bomba extintora en el siglo III a.C. Pero seguramente se debe a los romanos la organización más antigua y completa de las brigadas de extinción de incendios durante el reinado de Augusto, el primer emperador. Anteriormente, en la época de la República romana parece que no había tal organización, aunque la vigilancia se llevada a cabo por parte de los llamados «triumviri nocturni», que eran responsables de la seguridad urbana en general, en la que también entraba el cuidado ante los fuegos. Con el crecimiento de la urbe y la construcción de grandes edificios de viviendas, especialmente para población de clases bajas, la seguridad contra incendios fue un tema crucial que recaía bajo la responsabilidad de estos vigilantes y de los ediles, magistrados anuales. Varios organizaron brigadas privadas, en manos de algunos ricos, que cobraban por su actuación e incluso presionaban para la venta especulativa de las casas siniestradas. Parece que la primera gran brigada contra incendios fue organizada por Marco Licinio Craso, que, según cuenta Plutarco en su Vida dedicada a este personaje, pedía a cambio la venta de las casas en llamas a precios irrisorios. Si se negaban, la vivienda sería arrasada sin remisión por el fuego. Craso es un personaje curioso –Plutarco le hace justicia–, opulento, sin escrúpulos y de lamentable final. La explosión demográfica de Roma multiplicó las viviendas peligrosas y los incendios se vieron agravados en el primer siglo antes y después de la era común. El fuego era un medio para la adquisición de tierras a bajos precios, unas prácticas que demandaban la actuación de las autoridades. El edil Rufo, en época de Augusto, formó una brigada de bomberos con sus propios esclavos y los proporcionó a la ciudad de forma gratuita, sin duda no solo por altruismo sino para cimentar su carrera política de forma muy oportunista. El propio Augusto tomó cartas en el asunto preocupado por la seguridad urbana de Roma una vez había conseguido la Pax que lleva su nombre: tras décadas de conflictos civiles, no podía permitir que reinara el desorden en su gran capital. Después de un gran incendio en el 23 a.C., Augusto mandó establecer una brigada de bomberos formada por 600 esclavos, y tras otro en el año 6 a.C. fundó un cuerpo de «vigiles», con más de 3000 efectivos y una organización de corte militar, dividiéndolo en siete cohortes bajo el mando de siete tribunos y con un reparto por zonas. Los «collegia» o gremios de la urbe tomaron el control de estas brigadas de bomberos romanos, que se organizaron para darse apoyo social mutuo. Sus miembros estaban especializados en diversas labores, con sofisticadas técnicas de extinción: los había que llevaban los depósitos con agua, los «aquarii», los que manejaban las bombas, o «siphonarii», los que se encargaban de las mantas –empapadas en vinagre– para ahogar las llamas, los «centones», o los que portaban antorchas para iluminar el lugar del siniestro y facilitar las tareas de extinción. Los «siphonarii» usaban un invento transportado en carro, como una moderna bomba de agua que podía proyectarla a lo lejos, mientras que los «aquarii» formaban rápidamente cadenas de cubos de agua con ayuda de los vecinos gracias a la red de fuentes que pronto se construyó en todas partes en Roma. A la par, se organizaba la evacuación de los edificios circundantes, que en caso de daños irreparables se demolían lo más rápido posible para evitar que se extendiese la deflagración. Bajo su lema «Ubi dolor ibi vigiles» («allí donde hay dolor están los vigilantes»), una suerte de divisa de servicio público, se les estacionó en acuartelamientos militares y el mando de los «vigiles» le fue confiado a un «praefectus vigilum» de rango ecuestre. La normativa urbana se endureció a la par, con regulaciones que se hicieron detalladas para evitar incendios en las grandes viviendas colectivas, las llamadas «insulae».
Una pieza militar
La literatura latina y los escritores griegos que escribieron sobre asuntos romanos nos refieren con detalle la importancia de este cuerpo de bomberos y cómo patrullaban por los barrios de la ciudad en busca de señales o posibles peligros de incendio, así como persiguiendo contravenciones de la normativa establecida por Augusto y sus sucesores: Juvenal, Séneca, Plinio el Joven, Tácito o Casio Dión, por ejemplo, nos hablan de los problemas del fuego y de la persecución de los incendiarios. La época de Trajano y el siglo II vieron un mayor desarrollo de los «vigiles», que llegaron a doblar sus efectivos, y se concedió a su máximo responsable prerrogativas judiciales para perseguir en duros procesos a los infractores o incendiarios. Tal era la preocupación de los emperadores posteriores por el asunto. De hecho, los «vigiles» llegaron a desempeñar labores policiales por su importante número, y no fue raro que fuesen utilizados por el prefecto de la ciudad como fuerza de seguridad en casos de disturbios o emergencias. Con la anarquía militar del convulso siglo III, plagado de usurpaciones y con numerosos pronunciamientos y cambios de emperador, los «vigiles» se convirtieron en otra pieza militar en la ciudad de Roma, como los pretorianos, y se utilizaron también como fuerza de combate. Bajo el gobierno de Septimio Severo fueron integrados en el ejército y algunos de ellos, por sus servicios, incluso resultaron eximidos del pago de impuestos. En la antigüedad tardía su importancia no decreció, sino todo lo contrario. Fuera de la capital del imperio también hubo servicios de bomberos o «vigiles» a imitación del que se organizó en la Vrbs. Pero la Nueva Roma, Constantinopla, refundada por Constantino en el siglo IV sobre la antigua Bizancio, tomó el testigo de la vieja capital, heredando también todos sus problemas. Los prefectos tuvieron que vérselas con una población especialmente levantisca: hubo terribles fuegos como los de 406 y 532, en la famosa revuelta de Nika. Pero los bizantinos llegaron a dominar no solo el arte de la extinción del fuego sino que destacaron por su manejo del mismo como arma devastadora, el famoso «fuego griego», extendiendo la fama de su Imperio durante un milenio. En definitiva, como vemos, no se puede exagerar la importancia del precedente de la antigua Roma para este tema. Como curiosidad final, hoy día los «vigili del fuoco» italianos hacen honor al nombre de esta antigua y pionera brigada anti-incendios.