LA HABANA, Cuba. – Es insultante que los intelectuales cubanos oficialistas que siempre andan defendiendo lo que llaman “nobles causas”, que apoyan a cualquier escritor que se siente ofendido o censurado en el capitalismo “individualista” y “deshumanizante”, no hayan alzado siquiera tímidamente su voz para defender al poeta nicaragüense Ernesto Cardenal.
Desde que en 1994, se desvinculó del Frente Sandinista por la deriva autoritaria que estaba tomando, Cardenal (Granada, 1925) comenzó a sufrir un acoso político que en los últimos años se ha tornado sencillamente un infierno para él, con persecuciones judiciales y viles campañas que encabezan sus enemigos más acérrimos, Daniel Ortega y Rosario Murillo.
El poeta lleva mucho tiempo denunciando la descarada corrupción y la dictadura neosomocista de este dúo tenebroso, y ha hecho conocer internacionalmente que es “un perseguido político en Nicaragua por el gobierno de Daniel Ortega y su mujer, que son los dueños de todo el país, hasta de la justicia, de la policía y del ejército”.
Tan firme ha sido el enfrentamiento de Cardenal —ya con 94 años y muy enfermo— que ha llegado incluso, después de la sanguinaria respuesta a las protestas iniciadas en abril de 2018, a criticar que la oposición democrática se siente a negociar con el gobierno. “Queremos simplemente que la pareja presidencial se vaya. No hay nada que dialogar”, ha declarado.
De nada vale para intelectuales tan revolucionarios y “solidarios” como Roberto Fernández Retamar o Miguel Barnet, por ejemplo —tan reverentes, en otra época, con Cardenal—, que el gran poeta haya estado entre los que más luchó por la unión imposible del marxismo con el cristianismo y por la Teología de la Liberación.
Ni que hubiera arriesgado su vida luchando contra la tiranía de Somoza, o que se uniera a la revolución sandinista, a pesar de su brillante carrera como poeta, discípulo de Ezra Pound y maestro de varias generaciones, o que hubiera aceptado ser Ministro de Cultura para el primer gobierno del Frente Sandinista.
Su compromiso revolucionario provocó la ira del papa Juan Pablo II cuando visitó Managua en 1983, en medio de una muchedumbre dirigida por Ortega que coreaba consignas insidiosas. Ernesto Cardenal se arrodilló ante él y recibió la seca amonestación del Sumo Pontícife, enfrascado en la urgente cruzada anticomunista de la época.
Al año siguiente, el papa le prohibió administrar los sacramentos, castigo que Cardenal aceptó humildemente. Tres décadas y media más tarde, a principios de 2019, el papa Francisco le levantó la sanción y el entonces obispo auxiliar de Managua, el valiente Silvio Báez, fue al hospital donde estaba el reivindicado sacerdote y le pidió la bendición.
A los intelectuales cubanos no les importa que Cardenal dijera ante el triunfo de enero de 1959 que “el Espíritu Santo iniciaba una epifanía”, o que, con los católicos de Orígenes, viera en el castrismo una confirmación de la gracia divina. Ni siquiera les interesa que el propio Fidel Castro, en 2008, mantuviera su admiración por él aunque fuese “actual adversario de Daniel”.
Hemos visto a muchos poetas revolucionarios destruidos por las revoluciones que defendieron, de algún modo devorados en un punto de la lucha revolucionaria. Están los casos muy distintos de un Vladimir Maiakovski o un Roque Dalton. Aunque no está destruido, Cardenal es paradigma del poeta que asiste al tránsito horroroso entre utopía y distopía, del sueño maravilloso a la pesadilla viviente.
Pero sus versos valen contra todo autoritarismo y les hablan hoy a los rebeldes que se levantan contra la nueva dictadura: “Bienaventurado el hombre que no sigue las consignas del Partido / (…) ni se sienta en la mesa con los gangsters / ni con los Generales en el Consejo de Guerra / Bienaventurado el hombre que no espía a su hermano / ni delata a su compañero de colegio”.
Esos intelectuales cubanos que hoy traicionan a Cardenal coinciden con Silvio Rodríguez, que, fiel al espíritu con que firmó la carta en apoyo al fusilamiento de sus compatriotas en 2003, escribió una misiva a inicios de 2019 dirigida a Cardenal y a Gioconda Belli criticándoles la oposición a la dupla Ortega-Murillo que llevaba diez meses asesinando a quienes protestaban pacíficamente en las calles.
Les hablaba de “los jinetes del Apocalipsis que, ahora, castigan inmisericordes a Lugo, Lula, Correa, Maduro, Ortega y a todo «Espartaco» latinoamericano”, y los conminaba terminantemente: “Mis apreciados poetas, apunten y disparen sus letras hacia donde corresponde. No hacia los nuestros”.