Cuando los artistas de otro país se enteran de las becas que el gobierno mexicano otorga a sus artistas, se quedan pasmados. Cada vez que hablo de estas becas en el extranjero, en una mesa redonda o en una mesa de restaurante con amigos, siento una oleada de saludable envidia porque se trata de un privilegio que no existe en la mayoría de los países, de un privilegio que quiere decir, de manera inequívoca, que el Estado mexicano es consciente del valor estratégico que tienen los artistas para un país, y esta consciencia indica un grado de generosidad y de sofisticación, muy poco habituales en el resto de los países.
En España, el país en el que vivo, que es mucho más rico que el nuestro, sería impensable una institución como el Fonca, no por falta de recursos, pues las becas consumen un porcentaje minúsculo del presupuesto del Estado, si no porque los artistas, por alguna razón parienta de la frivolidad, están adscritos al mundo del espectáculo, son carne de la prensa rosa, no tienen, por desgracia, la dimensión que tiene un artista en Francia, con énfasis en los escritores. Un escritor en Francia es la conciencia y la voz de la comunidad, algo conserva de la figura del oráculo; la gente lo respeta y se lo toma en serio, en cambio en España el escritor es un entertainer que compite con los saltimbanquis.
En España no se apoya al artista porque los gobernantes, después de 40 años de democracia, no se han dado cuenta de su valor estratégico y, en estas condiciones, un Fonca sería impensable. En cambio en México hay una perspectiva francesa del artista, con su natural énfasis en el escritor que, igual que en Francia, tiene un peso crucial en la sociedad.
El Fonca es una institución llena de sentido porque los artistas representan a México en el mundo; cualquier esfuerzo que haga el Estado por difundir la imagen de nuestro país, nunca tendrá el alcance y la efectividad que tienen los libros de Rulfo o de Paz, las canciones de José Alfredo Jiménez o de Julieta Venegas, o el cine de Alfonso Cuarón, por mencionar ejemplos muy evidentes, que amplifican, y a veces hasta ponen en la mira, otros atractivos del país como el arte prehispánico, las playas y demás sitios turísticos, un servicio que en nuestro caso no prestan los deportistas, no tenemos una liga de futbol que interese al resto del mundo, ni una cantera de tenistas de nivel internacional, como tiene España.
El de los artistas es el gremio mexicano que tiene una presencia internacional más contundente, y es probable que ellos hagan más por México, con una inversión del Estado infinitamente menor, que lo que hace la Secretaría de Turismo, con todo y su legión de oficinas y su plantilla mastodóntica. Esto ya es motivo suficiente para sentir devoción por el Fonca, como la sienten los que no son mexicanos y no tienen este privilegio, y también es una razón de peso para no despreciar a los artistas. Las novelas, las canciones, las obras plásticas mexicanas que circulan por el mundo son el antídoto contra la nota roja que produce nuestro país todos los días; el arte mexicano es el contrapeso internacional de esos asesinatos despiadados, de esa barbarie que en otros países parece inverosímil; sin ese contrapeso quedaríamos como un país de salvajes.
La cultura en México no puede agotarse, como parece que entiende el gobierno de López Obrador, en la obra de los artesanos, en la expresión popular, en la reliquia prehispánica, en el folklore indígena; necesita del punto de vista de los artistas, que son los continuadores de ese extenso relato que empezó con los frisos y los códices y que hoy continúa en las obras de una multitud de creadores. La función de los artistas es precisamente esa: seguir con ese relato.
La historia de la humanidad es la suma de los relatos de cada pueblo; los antiguos griegos pusieron el canon en Occidente, registraron la historia de su civilización en una serie de episodios, los mitos, que fijaron, por primera vez, los deseos, las desgracias, las virtudes, los talentos, las pulsiones y las compulsiones de nuestra especie; todo lo que podemos sentir o experimentar, el amor, el desamor, el duelo, la generosidad, la avaricia, absolutamente todo está representado ahí en el formato de mito, que es tanto como decir: de narración, de pieza literaria de ficción, con personajes extravagantes como los dioses, los gigantes y las quimeras. Ese impagable acervo que inventaron los griegos para nosotros, fue escrito, cantado, dibujado y puesto en escena por los artistas de la época; esa obra coral, el trabajo de esos artistas, es el fundamento intelectual de la civilización de Occidente.
El mundo es el relato que de éste hacen los artistas y cada pueblo tiene su comunidad de relatores, de ellos depende que esa multitud de sensibilidades que conforman un país, queden registradas en una generosa colección de obras artísticas.
La mejor forma de entender un país es acercándose a la obra de sus artistas; mientras los historiadores investigan, consignan y jerarquizan los episodios importantes, los artistas registran la historia íntima de la gente, sus luces y sus sombras, sus pequeños heroísmos y sus desconciertos: su profundidad.
Un gobierno que desprecia a sus artistas menosprecia su propia historia, que se seguirá escribiendo, cantando, pintando, a pesar de su desdén.
