La semana pasada me sorprendió saber que un joven de 21 años se hizo la vasectomía para no tener hijos.
En lo personal me pareció que se trata de una de esas decisiones en las que recomendaría tener más madurez para tomarla o dejarla, porque es algo irreversible en la mayoría de los casos. Supongo que cualquier argumento precautorio que yo le diera a ese joven sería rebatido con ruda determinación. En su opinión no hay que traer más seres humanos a un mundo que pronto colapsará por el cambio climático. ¡Uf!
Pero la verdad, amigo lector, no vale la pena especular cuando la acción de vida ha sido tomada, cuando ya no hay vuelta atrás. No tiene caso sembrar la duda o vulnerar la valentía de quien dice saber bien lo que quiere para su vida a los 21 años. Mis respetos.
Pero el tema tiene importancia porque mi verdadero asombro fue lo que sus amigos y contactos de red social le comentaron cuando publicó que acababa de hacerse la operación: una gran mayoría lo felicitaron; otros más le preguntaron sobre dónde hacérsela y cuánto cuesta…
Había leído algunas notas y estudios sobre que la generación millennial no quiere tener hijos o que prefieren criar mascotas, pero no tenía idea de que los mexicanos estaban incluidos en esas tendencias sociales.
Con este asunto recordé algo que me tocó vivir a principio de los años noventa, cuando estuve de paso algunos días en la ciudad de Berna, Suiza: haciendo las compras en un supermercado presencié el fenómeno que ocasionó una mujer con su bebé en carriola.
La gente rodeó a la madre y su pequeño, eran cerca de 15 o 20 personas entre clientes y empleados, sonreían y decían cosas lindas, querían ver al bebé nada más, los más groseros buscaban tocarlo y algunas mujeres derramaron lágrimas de felicidad.
Claro que pedí una explicación a mis amigos que vivían allá y es muy simple. En ese país a pesar de que tienen un ingreso por persona muy alto y la mejor seguridad social, los habitantes dejaron de querer tener hijos y dedicaron su tiempo a la realización profesional y a disfrutar de la vida que podían darse.
Entonces, amigo lector, cuando estos ciudadanos se retiraban a temprana edad y con las mejores pensiones del mundo, muchos recapacitaban sobre el sentido de la vida o el llamado de la naturaleza era fuerte, pero cuando pensaban en tener familia ya era muy tarde para el reloj biológico de mujeres y hombres. Algunos acostumbraban adoptar niños de países hundidos en la pobreza, otros nada más vaciaban el amor contenido en sobrinos lejanos que visitaban. Entonces Suiza era un país de ancianos melancólicos con muchos ingresos.
Todo lo contrario, nuestros jóvenes descartan la paternidad porque ven posibilidades de pocos ingresos, por falta de oportunidades en su entorno y porque tienen una conciencia ambiental sólida, respetable y no ven que el ambiente en el mundo mejore.
Es difícil culparlos, muchos han estado en la estadística de los ninis nacionales durante muchos años, les toca ver a sus abuelos vivir con la peor de las pensiones, viven en una ciudad asediada por la violencia y los desaparecidos son una constante de impunidad.
Seguramente un biólogo lo sabrá mejor, pero al parecer si las condiciones no son adecuadas, las especies prefieren no reproducirse…
Todo este asunto no puede más que causarnos una enorme tristeza. El joven que da pie para este texto piensa que no seremos capaces de revertir el calentamiento global que ocasiona el cambio climático. Y llega a una edad adulta desesperanzado, comprometido con la causa y haciendo lo que le toca, pero sin brillo en la mirada que tiene del futuro.
Este 5 de junio se celebra el Día Mundial del Medio Ambiente y no significa nada para muchos. Pero me gustaría que el día sea un buen pretexto para decirles a todos los jóvenes que no deben perder la esperanza. Que sí tendremos futuro, que resolveremos el trabuco entre todos, que ya estamos trabajando en ello, que se sumen… que sonrían… o usted, ¿qué opina?
alejandro.gonzalez@milenio.com