Karina Sainz Borgo trae consigo una imagen equívoca. Una apariencia menuda, de engañosa fragilidad, que sostiene con los mimbres de su voluntad, como si la osamenta real que sostuviera su figura fuera su determinación y no la física de la columna vertebral. Karina ha surgido de las aguas periodísticas para irrumpir en la novela con «La hija de la española» (Lumen), una obra que ha elevado su nombre de firma periodística al de promesa o futuro literario. «La palabra fenómeno es sospechosa. Prefiero ser debutante», comenta con la cautela. Y añade: «Lo que más me ha gustado es el encuentro con los lectores. Te de una imagen deque el libro, en realidad, lo terminan de escribir ellos. Eso no lo había experimentado».
–¿Da vértigo subir tan alto y tan rápido?
–Lo que me da vértigo es no poder trabajar igual que antes, leer como me gustaba, hacer entrevistas como las hacía. Temo no volver a ser periodista, porque ahora ya hay preguntas que no haría.
–¿Cuáles?
–No volvería a confrontar a alguien con sus errores. Me gustaba llevar a los autores hasta sus contradicciones y provocarlos un poco. Ahora me parece injusto porque después de seis o siete entrevistas estás agotado. Me he vuelto más empática. Me he reblandecido.
–¿La lección de eso?
–Me faltaba empatía. Estoy descubriendo que me gusta un periodismo más abierto, abierto a historias más humanas.
–¿Cuál es el primer signo de que un país sacrifica sus libertades?
–El lenguaje. Cuando se vacía de contenido y se rellena con intolerancia, cuando se usa para estigmatizar. Es el primer síntoma de signo de la descomposición. Es lo que experimenté en Venezuela. Emplean determinados epítetos para ubicarte en un bando enemigo y te machacan tanto que terminas asumiendo ese lenguaje. Asimilas el insulto de manera natural. Es como irrigar el terreno con veneno. Eso es la gran muerte.
–¿Su libro es la crónica de la pérdida de la democracia?
–Y de cómo se borran los individuos. La mayor desaparición que uno puede tener es el de la biografia, la vida. Quería mostrar los procesos totalitarios. Estamos en una sociedad tremendamente totalitaria, paradójica. Vivimos en una época fanática. Hemos renunciado al derecho a ser complejos hasta alcanzar unos totalitarismos morales y alimentarios. Ahora está mal visto comer carne. No entiendo de dónde sale tanto puritanismo militante. Nabokov padecería mucho.
–Venezuela: ¿«Ingeniería del pillaje»?, como escribe.
–Ha sido una confiscación. El país que aspiraba a ser moderno se distrajo. El país embellecido por el petróleo y pensando que iba a ser rico se perdió con su reflejo y no vio lo que venía. En ese reproche me incluyo. No vimos la gravedad de lo que pasaba y frivolizamos. Venezuela es como Casandra: nadie nos creyó. Postergamos la educación por vivir en una sociedad volcada en las apariencias y no en lo fudamental.
–¿Le asusta cómo se utiliza la palabra revolución?
–En nombre de la revolución se comenten muchas tropelías y estoy convencida de que no es más una sustitución de unas élites por otras nuevas. La revolución es algo que es incompleto. Una promesa que no llegó a fraguar. Siempre existe una orfandad en las revoluciones, siempre hay alguien que pierde. Se mueven en el territorio de lo infantil. Hay un líder y hay una infantilización de la sociedad que le hace creer a la gente que forman parte de algo cuando solo es una comparsa. La revolución cubana, ¿en qué quedó?
–¿Qué lleva a las personas que viven en paz a matar y torturar?
–Había una apariencia de normalidad en Venezuela, pero era una sociedad que se movía sobre un pantano. Las bases no eran firmes. Quería que en el libro aparecieran la víctimas como verdugos y los verdugos como víctimas. En la novela existen personajes de las clases menos favorecidas que tienen una cuota de poder que usan en contra del otro, y no a favor del otro. Existe una violencia implícita. La vida, para mí, dura poco y en ocasiones depende de circunstancias azarosas, de que pases o no por un lugar, que te peguen o no un tiro. Eso formó parte del proceso de depauperación de mi país.
–¿Y qué dice del desarraigo?
–Me siento española y venezolana. Todos los descubrimientos, por edad, los hice aquí. Quiero regresar a sitios, pero sé que la ciudad en la que crecía no existe, y no existe literalmente. Eso me genera una sensación de pérdida tremenda.