Lo dice su tumba: «Raymond Carver. 25 de mayo de 1938 - 2 de agosto de 1988. Poeta, escritor de cuentos, ensayista». ¿Hay algo más sincero que una lápida? Él lo tenía claro. Se lo había dicho a su mujer antes de morir, ya con el cáncer de pulmón entorpeciendo su respiración otra vez, quizá intuyendo que la vida se estrechaba a marchas forzadas: «Quería que “poeta” fuera primero», recuerda ella. El gran cuentista americano deseaba pasar a la historia por sus versos, tan ignorados lejos de su país, incluso hoy, y que ahora llegan a España tras más de dos décadas desde su primera edición en Estados Unidos bajo el marchamo de «Todos nosotros. Poesía completa» (Anagrama).
«Eran muy importantes para Ray. Creo que sentía que estaba más en contacto con su ser interior cuando hacía poesía», afirma a ABC Tess Gallagher, poeta y viuda del autor, además de responsable de esta compilación. Carver se dedicó a ella –a la poesía– desde el principio, con esmero, publicando en pequeñas revistas. Nunca paró, ni cuando ya era un maestro del cuento. De hecho muchos de sus relatos fueron antes poemas, pues en él esos géneros siempre se rozaban, como dos cuerpos a tientas en la noche. «Mis relatos son más conocidos, pero yo lo que amo es mi poesía. ¿Que si hay relación? Bueno, tanto mis cuentos como mis poemas son más bien cortos», comentaba Carver entre risas al periodista Claude Grimal, en una de sus escasas entrevistas con la prensa. «Escribo siempre del mismo modo, y diría que los resultados son similares. Hay una compresión del lenguaje, de la emoción, que no encuentras en la novela».
Llegó un momento en que ese equilibrio literario se agrietó y él se dejó llevar por la llamada de la lírica. «Cuando sabía que su tiempo era breve, volvió a la poesía para encontrar consuelo y para estar más profundamente en contacto con las cosas de la vida que le importaban», sostiene Gallagher. Eran sus años finales, los inesperados ochenta, esos que el destino le regaló después de destrozar su cuerpo a base de alcohol, y por los que se sentía tan agradecido. «No hay otra palabra. Pues eso es lo que fue. Una propina. / Una propina, estos diez años. / Vivo, sobrio, trabajando, amando / y amado por una buena mujer», confiesa en uno de los poemas de «Un sendero nuevo a la cascada». «Creo que ese libro es un regalo para cualquiera que esté afrontando los últimos meses o días de su vida», añade esa «buena mujer».
Es ahí, en esas composiciones postreras, donde aflora un Carver distinto, lejos del malditismo, ya de vuelta y media y observando el pasado desde la calma de quien conoce los contornos de sus heridas: su padre, su hígado... Ray se levantaba temprano, le llevaba el café a Tess a la cama, y se iba a directo a su despacho, donde regresaba después de comer. Si terminaba pronto, apuraba el atardecer con una lectura compartida o un paseo en pareja por la orilla del río. Después cenaban con amigos o mataban el día en el sofá, viendo algún programa de entrevistas nocturnas «tipo Johnny Carson». «Teníamos la regla de no mencionar nada del trabajo después de las seis de la tarde. Solo éramos nosotros, disfrutando del presente. ¡Y todas las noches descolgaba el teléfono para que los compañeros de su vida alcohólica no lo molestaran!», recuerda ella. «Se lo digo entonces, para enfrentarme / a lo que venga: mi mujer. Lo diré mientras pueda, mientras me quede aliento, / con cada pétalo de rosa», escribiría él.
Este «hombre mañanero», como lo define ella, terminó dedicándose por completo a la creación, un asidero con el que evitaba la zozobra de su salud (al cáncer de pulmón que acabó matándole se unía un preocupante tumor cerebral). Así, bien agarrado a la pluma, vibrando con pulso lento, alumbró los cuatro títulos que aúna «Todos nosotros»: «Fuegos» (1985), «Donde el agua se junta con otras aguas» (1986), «Ultramar» (1988) y «Un sendero nuevo a la cascada», publicado póstumamente en 1989. Obras marcadas, inevitablemente, por sus circunstancias. «En los poemas de Ray acompañas a alguien que lidia con la vida y la muerte, a alguien que ya ha muerto una vez al escapar de la muerte por alcoholismo, y a la que se le presentan diez años de vida en los que puede usar plenamente sus poderes como escritor», resume Tess.
Sus poemas nacían en la contemplación cotidiana, ya fuera de instantes presentes o pretéritos. Ese era su fuerte: extraer del detalle particular ciertas gotas de verdad, un reflejo íntimo y vagamente universal. Una sabiduría enraizada la experiencia. Lo explicaba él mismo en «Domingo por la noche», su poética cotidiana: «Utiliza las cosas que te rodean. / Esta ligera lluvia / tras la ventana, por ejemplo. / Este cigarrillo entre los dedos, / los pies en el sofá. / El débil sonido del rock and roll, / el Ferrari rojo en el interior de tu cabeza. / La mujer que anda a trompicones / borracha por la cocina… / Mete dentro todo eso, / utilízalo». Y en aquella conversación Grimal subrayaba sus motivos: «Las historias tienen que venir de algún lugar. Por lo menos las que a mí me gustan. Tiene que haber hilos que las conecten con el mundo real».
«Hablar con claridad y resonancia no es fácil para un poeta, pero Ray lo hacía fácil. Apenas te das cuenta de que estás leyendo poesía cuando le lees. Sus poemas son historias también. Te llevan en su corriente como lo hacen las historias, de un suceso a otro, hasta que llega una maravilla o una acumulación de observaciones y te asombras o reparas en algo en lo que nunca antes habías pensado», asevera Gallagher. Y esa es una de las claves para entender «Todos nosotros»: que la presencia de la narración no enturbia la lírica, que la música, el ritmo, lo marcan las escenas, no las sílabas. Y algo más: siempre hay transparencia en sus versos. Y al otro lado de la ventana nos espera él, con los ojos bien abiertos, permitiendo que veamos nuestro reflejo en sus pupilas.
Lo dice su tumba, sí: fue poeta. Y en esa misma piedra está su «Último fragmento», una bella certeza empaquetada en verso: «¿Y conseguiste lo que / querías en esta vida? / Lo conseguí. / ¿Y qué querías? / Considerarme amado, sentirme / amado sobre la tierra».
Del cuento al verso
En su relato «De qué hablamos cuando hablamos de amor», que da título a su gran obra, Carver escribe: «Oía los latidos de mi corazón. Oía el corazón de los demás. Oía el ruido humano que hacíamos allí sentados, sin movernos, ninguno lo más mínimo, ni siquiera cuando la cocina quedó a oscuras». Ocurre al final, y es, quizás, el fragmento más reproducido y cacareado de sus relatos. Es famoso, sí, y para Carver debió ser muy importante. Esa escena la repitió luego en su poema «La cartera de mi padre»: «(...) Los tres / en ese cuarto pequeño aquella tarde. / El sonido de la respiración». «A veces, Ray utilizaba el mismo suceso en ambos. Los poemas a menudo iluminan un aspecto emocional o biográfico apenas insinuado en un relato. “Utilízalo”, solía decir. “No dejes nada para más tarde”», afirma Tess Gallagher en el prólogo de «Todos nosotros».