El domingo por la noche, unas horas antes de que, con toda la solemnidad debida, la Guardia Civil celebraba el 175 aniversario de su fundación con un acto en el Palacio Real, un chalé cualquiera era desvalijado en Matalascañas. Los propietarios, como cualquier español en apuros desde que el Duque de Ahumada instauró a la Benemérita como fuerza de seguridad en las zonas no urbanas, llamaron al cuartelillo... en el que un agente solitario lamentaba la imposibilidad de atenderlos y los remitía al puesto de Escacena del Campo, donde les ofrecieron realizar la denuncia in situ «y ya se pasará una patrulla, el lunes o el martes, a hacer la inspección ocular». Los Reyes y el Gobierno en funciones, en fin, homenajeaban en la Palacio Real a un cuerpo infradotado en medios materiales y cuyo (escaso: a la vista está) personal sufre maltrato laboral y salarial que soslaya sólo gracias a su sentido del deber, su disciplina castrense y su inmarcesible vocación de servicio. Una vez más, discrepa la España oficial de la España real, puesto que casan fatal las buenas palabras generalizadas con las acciones poco edificantes. No hay que cerrar los ojos, de hecho, a la evidencia de que muchos números de la escala baja han caído en las garras de la corrupción, esa tentación a la que tan complicado es resistir cuando cada fin de mes requiere un acto de creatividad contable. El heroísmo, sólo cuando sea necesario. Los casos que salpican el Campo de Gibraltar o el pudrimiento de la mitad de la dotación de Isla Mayor por su connivencia con el narcotráfico son realidades demasiado contundentes como para taparlas acallarlas con la interpretación del «Instituto, gloria a ti...». La pompa está fenomenal, y resulta merecidísima, pero conviene atender también a las circunstancias, que no son las mejores.