No existe nada como viajar para refrescar las ideas y pocas cosas te abren tanto los ojos como la perspectiva a la distancia de tu realidad diaria.
O poniéndolo más simple: "Cada vez que vuelvo a Monterrey, me doy cuenta que estamos de la chingada".
Esta vez, desde la carretera, la postal me recordó que respiramos una nube gris que ya no tiene solución. En nuestra área metropolitana manda el debate sobre la gasolina y el aumento al transporte público. Nos desgarramos pensando cómo evitar la escalada de precios, pero nunca escuchamos medidas complementarias para mejorar la sustentabilidad de la cuestión.
Ya que nos sumergimos en las calles se vuelve cotidiano que asesinen a personas en plazas comerciales y sitios familiares. Tan aberrante es lo que ocurre que la mayoría de nosotros ya lo toma como normal. Matan a alguien y lo grabamos con el celular sin exaltarnos. Primero en Feis para hacerlo viral. Total, ¿el muertito qué? Uno más… Luego tomemos el combo de tráfico, desmadre urbano y expansión de la metrópoli, y entenderemos que Monterrey ya es una capital donde vivir cerca de tu trabajo es un lujo para pocos. Por lo tanto cruzar la ciudad en horas y comer en nuestro trabajo godín es lo normal para una ciudad donde desaparecieron los mediodías familiares.
Tan enredados estamos en la vorágine diaria que no captamos la velocidad que demanda nuestra ciudad. Sobrevive o fracasa, pareciera ser el lema para una urbe que ya adoptó todos los índices de una gran capital internacional.
Y por eso mi reflexión de hace unos días mientras manejaba de regreso y observaba a la Sultana pasiva. ¿Por qué vivimos en ella? ¿Qué tienen Monterrey que otras no? Parece simple, pero las respuestas son mucho más psicológicas que económicas para un monstruo urbano cuyos tentáculos difícilmente nos liberen.
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