Esperanza Ridruejo Brieva era Pitita. Y Pitita era mucha Pitita, obviamente. Alternó con Andy Warhol, y le dijo sí a Federico Fellini, para cumplir de María Callas en la película Roma. Pitita, en efecto, tenía mucho de María Callas de Soria, de diva al óleo. Con ella se apaga un linaje de mujeres de mucho palacio, un linaje más allá de los linajes donde están, aún, Cuqui Fierro, o Tessa de Baviera. Pitita estuvo casada, desde siempre y para siempre, con Mike Stialianopoulos, un diplomático de sosiegos que falleció en 2016.
Pitita se quedaba viuda de marido, pero también un poco o un mucho viuda de sí misma, porque Mike fue mucho para ella, todo o casi todo. Pitita, en el trato, tenía algo de mujer que va a un diván, o que viene de un diván, y su estampa era la estampa de una mujer museal. Era inteligente, si se metía en laberintos de reflexión o conversación, y presumía de haber visitado todos los lugares en los que se vio a la Virgen. Daba conferencias por ahí, muy nutridas de públicos diversos, a propósito de las apariciones marianas, y hasta dejó un libro del tema, «La Virgen María y sus apariciones».
Con Pitita se acaba, o casi se acaba, una alcurnia de mujeres, que tenían árbol genealógico de oro, pero sobre todo un ramo de mujeres que han sido un alto naipe en la baraja de la vida social española. Escribimos «vida social» porque ahí militó Pitita, mucho antes de que se inaugurara el famoso de oficio. Pitita no estuvo nunca dentro del mundo del corazón, sino más bien fuera, porque fue una popular sin ruido, y porque su fama nunca fue de este mundo.
Pitita y Mike tuvieron tres hijos. Cuando estaban en lo pletórico de la vida en común de la pareja, viajaron mucho por el mundo, gracias al trabajo de diplomacias de Mike, o por el placer puro del viaje. En Londres fue vecina de Isabel II, pasaba temporadas de años en Marbella, y frecuentaba la discoteca Joy Eslava donde a veces te contaba que había levitado. Yo en algún momento escribí alguna ironía de maldad venial sobre sus facultades de curanderismo sagrado, pero siempre llamaba para dar las gracias, con media voz de enterada de todo y media voz de elegante impasible.
La buena educación acaba llevando razón. Era mujer de pocas amistades peligrosas, salvo Francisco Umbral, que la encumbró de musa de la jet set, y de musa propia, en el altar de las negritas del columnismo de cóctel de la época.
Tenía una belleza apabullante y operística, unos ojos salvajes y una conversación sin sobresalto. Aprendió cosas de medicina milenaria en Filipinas, y las explicaba o exponía con pormenor piadoso. Fue irrepetible. Está en el más allá de los linajes. Un más allá de mujeres que ya no quedan.
