Alfredo Pérez Rubalcaba es un bien de Estado. No se pueden entender muchos de los acontecimientos que han ocurrido en los últimos 30 años sin que él estuviera delante o detrás. Era una persona que creía en España, en el sentido más amplio de lo que esto significa, y también en los españoles. Algunos, entre los que me encuentro, le hemos visto llorar durante más de una hora seguida cuando, siendo responsable como Ministro del Interior, le informaron de la caída definitiva de ETA. Las mejores lagrimas que se han derramado por España cuando cesó el terrorismo son las de Alfredo.
No solo admiramos su figura en el plano político. Nadie en España le tuvo por tonto, sino que fue reconocido como una persona brillante e inteligente, pero sobre todo, le admiramos como persona. Era duro, implacable con los críticos, políticamente hablando, pero a la vez, tremendamente humano. Nunca buscó deliberadamente el daño personal y eso lo digo desde la experiencia de haberle conocido en las buenas y también en las malas, incluso en la abierta discrepancia política. Se trata de una figura importantísima para la política española. Decente y cabal. Decente, porque no se conocen políticos que, desde las más altas estancias, hayan reingresado a su puesto de trabajo anterior con la normalidad con la que él lo hizo. Cabal, porque nunca iba a traicionar lo que significa España como nación.