Muy pronto se les olvida a los mayores, con sus quejas y sus riñas al llevar a los niños a la Calle del Infierno, que un día ellos también querían ir. Y es que esta zona del recinto ferial no es algo moderno, sino que ha existido toda la vida, conviviendo con las casetas y el algodón de azúcar.
En el tiempo en el que el Real de la Feria se ubicaba en la zona del Prado de San Sebastián los ahora llamados «cacharritos» eran las «calesitas». No tenía ni la mitad de extensión que hoy alberga esta zona de ocio y las actividades que se podían realizar no pasaban de las dos cifras ni con mucho.
Algunos aún recuerdan cuando le pedían un real a su padre, no era moco de pavo por aquel entonces, para montarse en las voladoras, la atracción por excelencia de los años 40 y 50, un carrusel con coche que colgaban de un paraguas de madera y que por la inercia de las vueltas se iban chocando unos con otros desplazándose de este modo.
Rafael Sollo ha estado siempre vinculado al «tiovivo», expresión que, cuenta, se utilizaba en esa época para describir el conjunto de atracciones. Su abuelo fue feriante, su padre también, el continuó con el legado y ahora lo es su hijo. «Las familias guardaban dinero para montarse en las atracciones. Era la diversión de antes y se esperaba con mucho entusiasmo por todos».
Lo más tradicional era la noria de doce cunas, realizada en madera y que realizaba su movimiento ya que la persona encargada de ella la giraba manualmente. Para compensar el peso de cada habitáculo en aquellos que había menos peso se añadían unos sacos de arena de diferentes tamaños hasta que la noria quedaba estable.
El tren de la bruja o de la escoba y el látigo también eran dos de las atracciones más populares en la época. En el caso del tren era una máquina de gasoil principal que arrastraba al resto. Todos los montajes eran de madera y las gomas de los coches macizas.
