En el periodismo se usan cotidianamente tres instrumentos que marchan por el filo de un cuchillo. Se mueven entre los riesgos de quebrantar la ética, ganar prestigio o demoler reputaciones.
No son géneros clásicos. Existen en la realidad del ecosistema de la comunicación pública: La filtración, el trascendido y el rumor. Razonaré hoy sobre la filtración y en las subsecuentes entregas los 2 temas restantes.
Una filtración tiene su origen en la persona que posee la información. Información con un alto potencial, para que el difundirse pueda cambiar rumbos, destinos o realidades. Las motivaciones para filtrar --desde un dato hasta un documento-- son infinitas; se mueven por una genuina buena fe, la carga de responsabilidad o hasta el desahogo de rencores o vendettas.
Con una bomba en la mano, el filtrador busca el medio adecuado, el momento y al periodista a quien confiar ese asunto que le quema las manos. Viene el momento más delicado: interpretar la indiscreción, leer política, vislumbrar el impacto, medir las consecuencias.
La elección del conducto no es sencilla porque en realidad es estar buscando un cómplice. Es bien sabido que el periodista busca, casi como instinto, información privilegiada, pero no es razón suficiente para servir como instrumento de un interés –hasta entonces—ajeno. El peso de la información decide el dilema. La salida a la luz pública de información, hasta entonces reservada, incomoda a los hombres de poder por partida doble. Se sienten vulnerables y perturbados en sus confianzas. Los hacen dudar. Sin embargo, el buen trato de información filtrada, a partir de la cual se pueden iniciar reportajes de mayor repercusión, es un mecanismo insustituible de un periodismo útil y trascendente.
