OPINIÓN
El presidente López Obrador, al clausurar los foros de consulta para elaborar el Plan Nacional de Desarrollo, decretó formalmente el fin de los regímenes neoliberales en México.
“Declaramos formalmente, desde Palacio Nacional, el fin de la política neoliberal, aparejada esa política neoliberal con su política económica de pillaje, antipopular y entreguista, quedan abolidas las dos cosas, el modelo neoliberal y su política de pillaje, antipopular y entreguista”, dijo.
¿De qué estaba hablando el presidente de México?
En realidad, se refería a un proceso político que comenzó en el país en 1981.
Se vivía entonces el quinto año del gobierno de José López Portillo y en el verano estalló una severa crisis económica detonada por la caída de los precios internacionales del petróleo.
Además de que desencadenó la devaluación del peso frente al dólar meses después, esa crisis produjo un hecho político cuya trascendencia no se ha dimensionado adecuadamente.
El 25 de septiembre de 1981, el PRI proclamó como su candidato al entonces secretario de Programación y Presupuesto, Miguel de la Madrid.
López Portillo contó en sus memorias que la elección de De la Madrid derivó del diagnóstico de que el país iba a enfrentar dificultades económicas y que, por lo tanto, requería a alguien avezado en esas materias.
De la Madrid llegó con un equipo diverso, pero que incluía a un grupo de economistas de la UNAM y del ITAM, principalmente, que iban a diseñar políticas que romperían con la herencia estatista y proteccionista que prevalecía entonces.
Por ejemplo, en el sexenio de Miguel de la Madrid se decidió el ingreso de México al GATT, organismo del que no formaba parte, así como el arranque de un proceso de privatización de empresas estatales.
También hubo liberalización de las regulaciones financieras para intermediarios privados, que llevaron a un boom de las casa de bolsa.
Esos acontecimientos, producidos sobre todo entre 1985 y 1987, fueron los que llevaron a diversos analistas a señalar que el “neoliberalismo” se había adueñado de la política económica mexicana.
Con el siguiente gobierno, el de Carlos Salinas de Gortari, se profundizó en las privatizaciones y en la desregulación, pero también en la firma de tratados comerciales, notoriamente el TLCAN, y en la búsqueda de la estabilidad financiera, lo que llevó a dar autonomía constitucional al Banco de México en 1994.
Pese a todo ello, hubo inconsistencias en la política financiera que crearon vulnerabilidades y que reventaron con el cambio de gobierno, dando lugar a la crisis de diciembre de 1994 y al ‘efecto Tequila’, que sacudió los mercados internacionales.
El ‘neoliberalismo’ no funcionó hasta entonces para generar estabilidad y crecimiento.
Sin embargo, en el gobierno de Ernesto Zedillo, que arrancó con una crisis, se hizo posible consolidar la apertura y la estabilidad, y se sacó jugo a la relación comercial privilegiada que México estableció con Estados Unidos.
Entre 1996 y 2000, se vivieron los mejores tiempos del “neoliberalismo”, al menos en materia de crecimiento.
Las instituciones creadas a partir de la visión del mundo, que algunos llamaron el “Consenso de Washington”, dieron pie a una primera generación de reformas que procuraron la estabilidad e impidieron la repetición de crisis como la de 1995, pero no consiguieron el crecimiento económico deseado.
En 2000, hubo un cambio en el sistema político mexicano, al ganar la presidencia de la República un candidato que no era del partido oficial por primera vez desde el fin de la Revolución Mexicana, pero eso no cambió el modelo económico, que se mantuvo en lo sustantivo igual que desde 1985.
No cambió tampoco con la crisis de 2008-09 ni cuando el PAN perdió la presidencia y el PRI la recuperó con el triunfo de Enrique Peña Nieto en 2012.
Hubo principios que se arraigaron en la visión de la gente. Por ejemplo, que la inflación acaba perjudicando a los más pobres y que por lo tanto es deseable que sea baja y estable.
Esa no era la visión generalizada en la década de los ochenta del siglo pasado, cuando no se consideraba a la inflación como un hecho indeseable.
El gran déficit del llamado ‘neoliberalismo’ fue su incapacidad para generar un crecimiento más elevado.
Por casi 30 años rondamos en niveles de incremento en el PIB apenas superiores al 2 por ciento y ligeramente cercanos al 1 por ciento en términos per cápita.
A ese problema endémico de la economía mexicana se sumó una exacerbada corrupción, tanto en los ámbitos locales como en el plano federal, lo que desacreditó al sistema político.
Así se configuró el ambiente en el que las alternativas críticas a la visión neoliberal se arraigaron entre la gente. Y López Obrador se convirtió en el emblema de ese rechazo y en la esperanza de retornar a tiempos en los que las cosas iban mejor… o al menos era lo que la memoria colectiva recordaba.
Llegamos a este gobierno y al decreto que pretende dejar al ‘neoliberalismo’ como una pesadilla de la cual despertamos.
López Obrador es, sin duda, un genio construyendo estas imágenes y símbolos en la política.
Pero la realidad casi nunca corresponde con ellos.
El ‘neoliberalismo’ seguirá como una visión con gran influencia en el diseño de políticas públicas en México, como la búsqueda del equilibrio fiscal, el libre comercio o la autonomía del Banco de México.
No se va a quedar relegado a una doctrina que se estudia solo como parte de la historia de las ideas económicas.
Pero es cierto que sus respuestas, en muchos casos, son insuficientes para cumplir con las aspiraciones de la gente, que busca un mejor nivel de vida en el corto plazo, así como certidumbres en un mundo que cada vez ofrece menos seguridades.
En este ambiente, los políticos que construyen símbolos y ellos mismos se convierten en emblemas, son los que están teniendo eco en muchos países.
La realidad, sin embargo, es terca. Si todo queda en frases afortunadas, consignas y aplausos, llegará un momento en el que se verá de nueva cuenta que los símbolos no son capaces de alterar la realidad y que la gente sigue sin tener más dinero en el bolsillo y continúa con sus incertidumbres.
Se requiere una nueva visión de la economía y de la política, que se construya sobre algunos de los buenos principios del ‘neoliberalismo’, pero que no se quede en ello.
Se requiere una visión que tome las virtudes de la competencia, pero que no parta de la base de que todo lo que toca el Estado lo echa a perder.
Debe existir la premisa de que la empresa privada debe tener utilidades, pero también de que no todo en la vida son esas ganancias. Hay otros valores que deben ponderarse, como la justicia, la equidad y la sustentabilidad.
Alguna vez, Carlos Salinas quiso encontrar esa mediación en algo que llamó el ‘liberalismo social’.
No es claro cuál sería el nombre más apropiado, pero sí lo es el hecho de que se debe encontrar un justo medio entre el mercado y el Estado, entre las libertades de las personas y las obligaciones estatales.
No será nada fácil construir esa visión, pero sin ella la llamada Cuarta Transformación de México se va a quedar sin alas y no va a poder volar.
