Entre tantas cosas que se pierden algunas parecen irreparables. “Todo tiene causas” es una frase sin derechos de autor que surge del imaginario colectivo, justificando fanfarronamente buena parte de los infortunios; desde que fue proclamada mantra contra el destino, quedamos indefensos ante la desdicha y entonces husmeamos en nuestra vida tratando de averiguar por qué y cómo pasó lo que pasó. Desde el poema de Francisco de Quevedo “Las causas de la ruina del imperio romano” le auguraba tener popularidad.
¿Cuántas cosas han de precisarse para que algo suceda? ¿Es necesario dar a todo una explicación? Sí y no, porque uno queda sujeto al antagonismo de, cuando menos, esas dos polaridades. Resulta menos que fascinante agotar una expectativa que surge de la percepción, inagotable aunque ilusoria, y provoca el encantamiento ante un lirismo cimbrado en discursos como los que da Elfriede Jelinek (Austria, 1946), que al ser tan ilustrativos fielmente pasan a la pantalla. Buscando un ejemplo popular encontramos: La pianista (Literatura Random House), adaptada al cine por Michael Haneke.
No obstante las provocaciones que supone una parte de su obra, le otorgaron el Premio Nobel de Literatura 2004. Junto con Svetlana Aleksiévich, en apariencia, fue galardonada porque el fin justifica los medios, dado que su trayectoria puede calificarse de políticamente convulsa; entre la prensa y los protocolos judiciales, dejó expuesto el sistema corrupto del “Primer Mundo” que presume alto grado de desarrollo humano, describiéndose a ella misma como activista/feminista, dos términos muy acotados a un humanismo para algunos de vanguardia y que otros juzgan retrógrado.
Una frase de la novela específicamente augura lo perturbadora que será desde el inicio: “La niña es el ídolo de la madre y por ello la niña solo ha de pagar un discreto arancel: su vida”. Los diálogos en la película siguen un guion al margen, donde Erika Kohut, interpretada por Isabelle Huppert, expresa en pocas palabras una larga historia de idas más que de venidas: “Estar preparado de saber lo que es perderse antes de abandonarse completamente”.
Lo incisivo pero a la par sensible de Jelinek permite soportar una trama sexual y violenta hasta lo sádico. La espontaneidad con que maneja el tema va otorgándole ese tono macabro o satírico disfrazado de humor negro. Quien llega a ser hábil por necesidad roza a menudo en lo absurdo, al igual que el cínico defiende la nula empatía alegando causas análogas.
Redefinir un símbolo nacional es una tarea inquietante, porque exige contextualizar etapas que han concluido, generalmente hay coerción, apenas algún premio.