Cuando Mimi tenía cinco años odiaba con toda su alma a Napoleón. La idea de que alguien impusiese hasta tal punto su voluntad que obligase a todo el mundo a llamarle emperador la llenaba de un humor color fiebre alta. Mientras las demás niñas dibujaban en sus cuadernos perritos estirados bajo la sombra de un árbol, ella pintaba el típico sombrero bicornio de Napoleón tumbado en el suelo cubierto de un rojo sangre. A veces añadía las botas sucias y vacías a un lado, pero nada más.
Su madre, al verlo, al volver a verlo, a verlo una y otra vez, temerosa de Dios y de las fuerzas del estado, suspiró y derrumbó rocas y lágrimas. Le suplicó que no lo volviese a hacer o podían tener problemas. Mimi no tenía maldad, sólo odio, y aceptó. No quería problemas. Así que no dibujó más el sombrero ni las botas, pero la sangre seguía en todas partes. Era la reina de la elipsis y dibujaba de fábula.
Su padre, angustiado por cómo el odio había penetrado en el corazón de su hija, hizo lo posible para suavizar su carácter. No está bien que a una niña pequeña le domine el rencor y el asco, así que pensó en hacerle ver los bienes de la ternura, el cariño y el amor. En otras palabras, la mimó, la agasajó, la convirtió en una coqueta que sólo aplacaría sus nervios con regalos. En cualquier caso, Mimi se hizo mayor y se convirtió en esa flor bonita y delicada tan consciente de si misma, del mundo horror donde vive, que cobraría a los demás sólo por admirarla. Seguía odiando a Napoleón en secreto, pero también lo quería porque le había procurado una vida más apacible. Y dicen que el odio no sirve de nada.
Cuando era apenas una adolescente, la noticia de la muerte de Napoleón le hizo entrar en un estado de perplejidad absoluto, puesto que de repente ya no sabía qué odiar, y por tanto no sabía qué querer. Lo único que sabía es que tenía que averiguarlo, encontrar una vida donde saber cómo dirigir sus afectos. Una noche, sin avisar a sus padres, se fugó a París. Acabó en el barrio latino, entre artistas, poetas, borrachos, filósofos de cabeza chiquita y delincuentes de cabezas enormes, que sabían todas las palabras bonitas del mundo, pero no tenían nada más. Ella quería mucho más.
Empezó a trabajar de modista, confeciconando flores artificiales, y odiando a todos esos bohemios que se creían genios cuando no eran más que miembros del coro en un drama en que la soprano les escupe al cantar. Y ella era la voz de soprano. Sin embargo, allí encontró a un poeta y se enamoró porque le decía las palabras más maravillosas que le habían dicho nunca y por algo extraño y misterioso parecían suficientes.
Comenzaron una relación, hasta que Rodolfo, el poeta, empezó a sentirse pequeño al lado de aquella mujer de grandes afectos y odios rotundos. La dejó, acusándola de frívola y coqueta. Todos aquellos bohemios tristes amigos suyos le repetían que las palabras no eran suficientes para ella, que sólo quería presentes, y se lo creyó. ¡No, Rodolfo, pequeño miserable, contigo las palabras eran suficientes!
Lo que no sabía elpoeta es que Mimi había enfermado y que se marchitaba sin remedio mientras Rodolfo acababa de arrancarle su último suspiro del corazón al rechazarla de forma tan cruel. Porque así es la bohemia, mosquitos que se creen Napoleón, personas que sólo creen las palabras aduladoras, no los actos. En el absurdo del mundo, son personajes maravillosos y delirantes, pero es mejor sólo tropezarse con ellos de lejos o te llorarán cuando mueras como si su dolor fuera más importante.
Poco podía imaginarse Henri Murger cuando escribió a finales de 1840 sus «Escenas de la vida bohemia» que sus personajes se convertirían en auténticos estereotipos de la vida artística y se irían repitiendo y repitiendo en diferentes óperas, obras de teatro, películas, libros, cómics y musicales hasta los siglos de los siglos. Lo que Murger describió con brío sobre esos artistas defendiendo el amor y la belleza por encima de la dignidad y el confort se convirtió en 1896 en «La Bohéme», la célebre ópera verista de Puccini y una de las obras más populares del repertorio lírico. En diciembre, por ejemplo, pudimos ver en el Espacio Palo Alto una versión modernizada en un garaje con Mariola Cantarero, Aquiles Machado y Stefano Palatchi en los roles principales.
Ni tres meses después volveremos a encontrarnos con los mismos personajes, pero esta vez en su versión musical, en «Rent». El 26 de enero de 1996 se estrenaba este hito de la cultura contemporánea creado por Jonathan Larson que situaba la bohemia en las calles de Nueva York en los 80, en plena explosión del sida. Daniel Anglés, que ya montó una versión en 2016 en el Casino L'Aliança de Poble Nou, llevará su nuevo montaje al Teatre Onyric del 23 de marzo al 26 de mayo. 15 actores darán vida a estos Mimi, Rodolfo y compañía. «La obra habla de una generación de jóvenes que luchan contra sus problemas con el amor», afirma Anglès.
El cine, por descontado, también ha utilizado hasta la saciedad estos arquetipos. En 1992, el excéntrico Aki Kaurismaki estrenaba «La vida bohemia», aunque la mejor adaptación fue la protagonizada en 1937 por el tenor Jan Kiepura y la actriz soprano Martha Eggerth bajo el título «Bohemian charm» y dirección de Géza Von Bolvàry.