Me encanta el cine, pero confieso que con la impresionante mejoría en la definición de las televisiones apenas acudo a las salas. Me resulta más confortable ver las películas en mi casa, cuando quiero y como quiero, en pantuflas, sin un tío haciendo «cruc, cruc» en mi oreja con su cartón de palomitas y «schrruuc» con la pajita de la Coca-Cola; sin pagar mi peaje de bajito y sufrir que un cabezón prominente de la fila delantera me prive de un cuarto de pantalla. Además resulta más barato. Sé que todo esto no resulta nada romántico, pero la tecnología no solo ha cambiado el mundo de la prensa.
En mi feliz calidad de cinéfilo muy amateur y a domicilio, el año pasado me dio por las cimas del neorrealismo italiano. Algunas ya las había visto, pero volví a quedarme hipnotizado. No me extraña que una y otra vez elijan «El ladrón de bicicletas» de Vittorio de Sica, una obra de 1948, como una de las diez mejores películas de la historia. El argumento es mínimo -a un trabajador le roban la bicicleta que necesita para poder tener un empleo y la busca desesperadamente- y los actores son aficionados. Pero lo que allí ocurre se convierte durante 93 minutos en tu propia vida. Caminas con esa gente, respiras con ellos, casi se te activan las papilas degustativas cuando padre e hijo se permiten el lujo de comer en una trattoria. Algo similar ocurre con «Roma ciudad abierta», la entrega de Rossellini de 1945. La historia del sacerdote que apoya a la resistencia antinazi te atrapa y el final te sobrecoge. Siempre la recordarás.
No me arredra que una película sea lenta y en blanco y negro. Sin tener conocimientos como para intelectualizarlas, he visto varias veces «Fresas salvajes» o «El séptimo sello» de Bergman, teóricos ejemplos de cine de cejas altas, y siempre las disfruté de manera natural, simplemente me gustaban, me enganchaba lo que allí ocurría, como me sucede con Kurosawa, Orson Welles, John Ford. Así que me acerqué a la película «Roma» del mexicano Alfonso Cuarón con toda la ilusión. La crítica la adora. Ha llegado a compararla con las obras maestras del viejo neorrealismo italiano. Ha ganado la Mostra y los Globos de Oro al mejor director y mejor película extranjera. Probablemente se coronará en los Oscar. Pues bien, al cabo de una hora la planté, porque llega una edad en la que sabes que el tiempo es escaso y tienes que responder a la más simple de las preguntas: «¿Me interesa esto o en realidad me estoy aburriendo?». Y la verdad es que estábamos bostezando como osos con una historia lentísima, de bella fotografía, pero sin diálogos -y la palabra es la vida- con una trama en mi humilde opinión tópica y con un sonido que como duro de oído me impedía entender el grueso de lo que allí mascullaban.
Lo más bonito del arte es que al final es opinable. Lo más probable es que yo esté perfectamente equivocado y «Roma» sea, en efecto, la obra maestra que proclaman. Pero animo a revisar a Rossellini, Visconti y De Sica y comparar. Eso sí: aquellos gigantes europeos no cabalgaban a lomos del chorro de propaganda de Netflix.
