La naturaleza nos brinda una amplísima variedad de especímenes con mucho morro, desde el elefante hasta el tapir, pasando por el oso hormiguero; aunque, desde luego, ninguno con un morro tan apabullante e hipertrofiado como José María Aznar. Hay quienes tienen un morro que se lo pisan; Aznar puede, después de pisárselo, envolverse holgadamente en él y agitar su extremo, como si fuese una bandera (rojigualda, por supuesto). En la reciente convención del partido que tutela, Aznar ha clamado contra la connivencia de nuestros gobernantes con el separatismo, que a su juicio nos ha llevado «a un punto que era casi imposible de imaginar: un Gobierno que hace depender los presupuestos generales del Estado de un prófugo de la Justicia y de un preso preventivo por delito de rebelión». Pero lo cierto es que tal situación es perfectamente imaginable para cualquier español de cierta edad y memoria saludable que viviera y recuerde los años en los que gobernaba Aznar.
Ciertamente Jordi Pujol, de quien Aznar hacía depender los presupuestos generales del Estado, no era por entonces un prófugo de la Justicia ni un preso preventivo… por la sencilla razón de que quienes tenían la obligación de denunciar sus trapisondas y chanchullos (empezando por el propio Aznar) no lo hicieron. Pero que un chorizo del tamaño de Jordi Pujol no fuese por entonces un prófugo de la Justicia ni un preso preventivo sólo demuestra que el deterioro institucional durante los mandatos de Aznar fue mayúsculo. Que una garduña como Pujol pudiera por entonces pasearse impunemente por las calles y hacer depender los presupuestos generales del Estado de su capricho nos prueba que Aznar estaba dispuesto a las mayores claudicaciones y hasta a la demolición del bien común, con tal de mantenerse en la poltrona (o sea, igualito que el doctor Sánchez). No debemos olvidar aquella frase antológica de Arzallus (que también podría haber formulado Pujol), después de negociar con un Aznar recién llegado a La Moncloa: «He conseguido más en catorce días con Aznar que en trece años con Felipe González». De aquellos polvos vienen estos lodos.
Convertido en el felpudo de Pujol, Aznar no tuvo empacho en desbaratar la sección catalana de su partido, entregando en bandeja de plata las cabezas de sus líderes. Que el hombre que propició el ignominioso «Pacto del Majestic» denuncie los «acuerdos secretos» del Gobierno del doctor Sánchez con los independentistas provoca a la vez náuseas y carcajadas. Que el hombre que terminó de entregar las competencias educativas a los nacionalistas y amparó la «inmersión lingüística», impidiendo que fuese denunciada ante el Tribunal Constitucional, se queje de que el separatismo utilice «las instituciones de todos contra los ciudadanos que se oponen a la secesión» provoca a la vez pasmo y repulsión. Que el hombre que favoreció que la Guardia Civil y la Policía nacional fuesen apartadas de Cataluña exija que se «desarticule el golpe contra la Constitución y la democracia» causa a la vez consternación y asco.
Y eso por no adentrarnos en las oscuras conexiones de la familia Aznar con los fondos buitres y otras formas de ingeniería plutocrática transnacional que desvalijan España. Camba nos enseñaba que en nuestra sufrida patria hay muchas personas de cuyo patriotismo no tenemos otra noticia que las gallinas que se engullen, las copas que se sorben o los cigarros que se fuman. Y Bloy nos advertía que nadie se erige en salvapatrias con mayor desparpajo y aspaviento que el vendepatrias. Pero ni Camba ni Bloy pudieron imaginar que existiera un tipo con tanto morro como José María Aznar.