La ternura de España consiste en que el comisario Villarejo pueda amenazar a todo un Estado con revelar secretos que afectan a su seguridad. ¿No les parece extraordinario? Para que luego digan los independentistas. España es una madre. Los que la acusan de represora y de franquista tendrían que preguntarse si las demás democracias avanzadas serían tan pacientes ante desafíos de semejante gravedad.
Un Estado, como la cocina de caza, tiene estas cosas: a veces hay que disparar. Son lecciones que, en nombre de la democracia y de la libertad, hemos aprendido de la Historia: hay intereses de Estado, cloacas del Estado y personas que de repente enloquecen y creen que pueden desafiar a la gran maquinaria. Margaret Thatcher respondió «he sido yo» cuando la oposición se hizo la estrecha con dos terroristas del IRA abatidos por la policía. En los Estados Unidos la alta traición se castiga con penas definitivas.
La corrección política, que es un cursi sintagma para lo que en casa siempre ha sido ser un imbécil, no entiende ni qué es un Estado ni cómo funciona ni cómo a veces tiene que defenderse. ¡Qué van a entender unos que aún creen que tienen derechos! Pero aunque en su inconsistencia y en su frivolidad se les indigeste la verdad, y aunque la verdad sea en efecto sucia y desagradable, un Estado no puede vivir pendiente de lo que gritará el coro de los quejicas y ha de comportarse con determinación y responsabilidad para proteger la estructura, la vida y la tranquilidad de todos. También la de los que tan valientes y tan íntegros y tan puros se sienten despreciándolo.
Es igualmente deplorable la invertebrada colaboración de algunos medios de comunicación con que Villarejo ha contado para tomar al Estado de rehén, y a todos nosotros con él, con la absurda pretensión de resolver así sus problemas carcelarios. Ni los Estados pueden sobrevivir sin defenderse ni la libertad de expresión puede estar por encima del destino colectivo. Bienaventuradas las naciones -Valentí Puig lo dice- que tienen hormonas y misiles.