A Mrs. May le quedan sólo horas, todo lo más unos cortos días de invierno, para convencer, por un lado, a sus compatriotas y, por el otro, a los europeos de que tiene un plan de Brexit beneficioso para todos. Dos misiones imposibles porque los europeos están hartos de los ingleses y los ingleses nunca han querido ser europeos. Hay que compadecer y admirar a esta mujer que combate en varios frentes a la vez, el más peligroso en su propio partido, aunque buena parte de él se han pasado a la oposición más furibunda. Y todo, por una chiquillada: creerse superiores a los demás.
Dueños de los mares durante siglos y de buena parte de las tierras hicieron creer a los ingleses que tenían bula para todo. No quisieron entrar en la Unión Europea desde el principio (Churchill fue uno de los pocos que abogó por ellos, pero hombres como él sale uno cada siglo), y sólo lo hicieron a cambio de ventajas y para torpedearla desde dentro. Más tarde, al ver que la unión iba de veras, decidieron irse. Pero irse para lo que les molestaba, las normas comunes y el libre movimiento de personas, pero quedándose para lo que les convenía, el libre tráfico de mercancías. Seguros, además, de que Europa lo iba a aceptar como ha aceptarlo de buena o mala gana la política británica durante siglos. A Mrs. May le ha tocado la ardua y desagradable tarea de decir a sus compatriotas que los tiempos en que hacían lo que les daba la gana mundo adelante han pasado -los ingleses inventaron el fair play, el juego limpio, pero para los demás, no para ellos- y que lo más que pueden sacar al abandonar la Unión Europea es lo menos malo posible: un acuerdo comercial como el de Canadá o Noruega y una frontera abierta entre las dos Irlandas, para que no vuelva la violencia del IRA a la del Norte, si no hay acuerdo de salida. Aparte de un grave riesgo: que pierdan para siempre el Ulster, ya que la única frontera con aduanas y demás seria la de Irlanda con Gran Bretaña. Como propina, una prórroga al plazo para negociarlo, aunque corta: del 29 de marzo a julio. Algo que no convence a los euroescépticos, que piden mucho más aunque, francamente, no se sabe bien lo que piden, tal vez porque lo único que les pide el cuerpo es no ser europeos.
Como me cuesta creer que los ingleses sean tan cortos que no vean el tremendo error que están cometiendo, empiezo a sospechar un paripé a lo «policía bueno y policía malo»: los ultratories cerrándose en banda para que Mrs. May puede implorar en Bruselas más concesiones, que evitarían el caos de un Brexit a la brava, y los europeos cediendo, como han hecho siempre. Pero tras dos años de negociaciones sin llegar a ninguna parte, tal vez en Bruselas cunda la idea de que una UE de 27 miembros es mejor que una con 28. Aunque seguro no se puede estar hoy de nada.