En el mundo de hoy un infinito de estímulos compite por nuestra atención. Solo algunas ideas, canciones y películas permanecen. Apenas unos pocos productos (culturales o de consumo de cualquier tipo) perduran mientras que otros se vuelven «virales», se reproducen como una gripe y gustan a todo el mundo. ¿En todos los casos se debe a una cuestión de calidad? ¿Hay una, digamos, selección natural que hace que lo mejor sea siempre lo que trascienda? Parece que la respuesta es claramente no, y es también el punto de partida de «Creadores de hits» (Capitán Swing) el libro que el editor de «The Atlantic» Derek Thompson ha publicado en España con el tentador subtítulo de «Cómo triunfar en la era de la distracción». Pero no se dejen engañar, que aquí no hay recetas para ser el nuevo «Gangnam Style» (¿alguien se acuerda todavía de eso?) pero sí un montón de anécdotas y curiosidades acerca de cómo funcionan nuestra mente y nuestros gustos.
Lo primero que aprendemos es que al ser humano le gusta lo familiar. Es inevitable sentirse bien recordando las canciones de la infancia y juventud, como es imposible pasar por delante de una casa donde has vivido y no decirle a tu acompañante «esta era mi casa». Thompson propone una teoría antroplógica que se ha fraguado en miles de años de evolución de la especie. «Si algo lo has visto ya antes es porque no te ha matado», resume el periodista sobre por qué nuestro cerebro nos premia cuando reconoce un contexto. Esto, aplicado al arte, por ejemplo, explica por qué el canon clásico es aceptado como bello por muchos con el paso del tiempo, más aceptado o digerido que realmente disfrutado estéticamente. De la misma manera nuestro cerebro almacena los miles de rostros y voces que percibe y prefiere el promedio, se queda con el que sintetiza los rasgos más comunes: la cara resultante de mezclar miles de ellas luce más atractiva que una individual. Hay quien dice que eso es porque se supone que nos atrae la percepción de la diversidad genética, pero sin duda es un impulso que surge de la parte más conservadora de nuestro cerebro. Es un hecho que preferimos escuchar opiniones con las que estamos de acuerdo que discrepantes. Sin embargo, todos sabemos que no deseamos siempre lo familiar y lo seguro, sino que a veces buscamos la novedad. Ahí es donde la rueda de la producción cultural comienza a centrifugar.
Thompson alude a las siglas MAYA para explicar cómo funcionan los gustos: cada momento buscamos lo Más Avanzado Y sin embargo Aceptable (Most Advanced Yet Acceptable en inglés). Somos «neofílicos» pero hasta cierto punto: la evolución de los diseños de Apple o de Renault nunca deben cruzar el umbral del conflicto. Buscamos la sorpresa familiar y eso se aplica a la cultura pop. Sus productos no pueden ser inescrutables pero tampoco facilones. «A la gente le gusta el desafío si piensa que puede resolverlo», dice el autor, que pone como ejemplo cuando llegas a una fiesta que se está celebrando en una casa y no ves un solo rostro conocido. Pero en un momento, se abre una brecha entre la gente y al fondo está tu mejor amiga. Tetris, el videojuego más vendido del mundo no es más que un rompecabezas y «Minecraft», otro de los más populares, el heredero de jugar con bloques en el parque infantil. Los ladrillos de las canciones son los acordes. Seguramente han visto un vídeo en YouTube que se llama «4 Chords». En él, dos cómicos demuestran que una sencillísima progresión de cuatro acordes está en la columna vertebral de decenas de éxitos: de «Let It Be» (The Beatles) a «Paparazzi» de Lady Gaga y de «No, Woman No Cry» de Bob Marley a «With Or Without You», de U2. La diferencia entre los viejos éxitos y los nuevos no es la complejidad de los acordes, sino la instrumentación que los presenta de manera fresca aunque esencialmente ya hayamos escuchado esa canción.
Thompson pone multitud de ejemplos reales para ilustrar sus teorías. Por ejemplo, por qué triunfan los canales como la CNN o ESPN cuando su programación se repite hasta la saciedad. O quién fue Raymond Loewy, el mejor diseñador industrial, en productos que van de la cajetilla de Lucky Strike a tranvías, coches y frigoríficos. También se acerca a lo que dice la ciencia sobre los «earworms» (una palabra inglesa que describe gráficamente lo que nosotros expresamos con «se me ha pegado una canción») y por qué no se «nos pegan» olores e imágenes, pero sí canciones. «Cuando una canción se te pega, puede enloquecerte. Pero puesto que es una aflicción temporal, universal y te la infliges a ti mismo, algo debe decir sobre nuestros circuitos internos. Un gusano auditivo es una pelea cognitiva. La mente automática anhela la repetición que el cerebro consciente encuentra molesta. Tal vez el inconsciente quiere más repeticiones (más de lo viejo, más de lo familiar) que lo que el yo consciente piensa que es bueno», explica. Esta es la razón por la que en todo el mundo triunfan las emisoras de radio que solo ponen canciones obvias, viejos éxitos prácticamente en bucle. «La gente quiere escuchar los mismos ritmos repetidos en estribillos repetidos en una canción, que a su vez se emitan en modo repetición», explica el autor.
No crean que aquí somos diferentes. En España, un caso paradigmático fue el de Kiss FM, que, contra todo pronóstico, nació con 70 emisoras y reventó las audiencias mientras se vanagloriaba de no emitir más de 200 canciones diferentes al día. ¿Por qué hacemos la misma cosa una y otra vez? ¿Por qué hay gente que se sabe los diálogos de «Star Wars» o de «Seven», «Titanic», «El club de la lucha»? «Porque la gente no solo quiere recordar el arte, sino quiere recordarse a sí misma, y porque hay alegría en el acto de recordar», dice Thompson. Hace tres semanas que Netflix, la cadena más vanguardista del mundo, ha pagado 100 millones de dólares por retener los derechos de «Friends», una serie cancelada antes de que se inventara el teléfono móvil. Un estudio de Spotify fija en 33 años la edad media en la que los usuarios dejan de buscar grupos nuevos y recurren a sus propios grandes éxitos. Lógicamente hay excepciones para todo, pero es la tendencia.
«La ilusión de la rima»
La repetición nos gusta. Nos hace pensar que el contenido es más verdadero. Thompson pone el ejemplo de la retórica política. Frases de Kennedy que parecen geniales y que son perogrulladas: «La humanidad debe poner fin a la guerra o la guerra pondrá fin a la humanidad», por ejemplo. O quedarse alelados ante esta frase considerada brillante: «No preguntes lo que tu país puede hacer por ti; pregúntate lo que tú puedes hacer por tu país». El autor, periodista de profesión, recoge muchos ejemplos que hacen que las frases tengan «gancho», nos convenzan o las memoricemos. «A quien madruga, Dios le ayuda» o «la suerte de la fea la guapa la desea» son algunos ejemplos de la «ilusión de la rima» que no hacen más verdadero el contenido, que sigue siendo claramente falso. Sin embargo, son fórmulas que hacen que el discurso logre su propósito. En 1850, los discursos presidenciales en EE UU estaban redactados para un nivel de comprensión universitario. Pero, claro, el sufragio no era universal. En 1940, la complejidad de los discursos era del nivel de un estudiante de sexto curso. El crecimiento de la democracia simplificó la retórica.
Thompson promete en el subtítulo analizar «cómo triunfar en la era de la distracción» y no cumple con su lema comercial, pero sí ofrece una panorámica de cómo funcionan los gustos (aunque siga siendo imposible predecirlos) y hasta de la evolución de los nombres de pila. ¿No se han preguntado por qué prácticamente se ha erradicado el nombre de Adolf? ¿Conocen la historia de las risas enlatadas y de cómo después de aparecer en todos los programas desaparecieron completamente? Las historias del iPhone de Apple, de Amazon o de Facebook ilustran los tortuosos caminos por los que se llega al éxito, tan inextricables como el de «Mad Men» o la canción «We’re Young», de Fun, de la que nadie se acuerda ahora mismo. Pero la rueda sigue girando y girando.