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Nadie en Occidente ha entendido cinematográficamente la historia de la China del siglo XX como Bertolucci lo encarnó en «El último emperador». Nunca desde Europa se plasmó el drama de una nación milenaria en toda su radical violencia y, como el cine, para algunos sigue siendo un arte, el arte total, Bertolucci lo hizo con un majestuoso despliegue visual.
Con el cine se descubrió que en todo hecho bastaba su reflejo en la pantalla para que el acontecimiento más efímero, la epopeya más brutal, quedara en la pupila y en el corazón, y en el conocimiento, del espectador. Para siempre.
Fue el historiador marxista Eric Hobsbawn quien, de manera harto curiosa, recordó que había hecho más por la cultura Lo que el viento se llevó que el Guernica de Picasso. Porque, en su opinión, el cine había conseguido cambiar las costumbres, modernizar las sociedades, progresar en las libertades más que cualquier otro gesto supuestamente revolucionario. Quien quiera conocer qué ocurrió en China desde 1908 hasta bien entrados los años cincuenta, vea esta soberbia película.
Si en «La caída de los dioses», Visconti contaba, impecable, el ascenso del nazismo; si en Alemania, año cero, Rosellini, con escalofriante maestría narraba los días posteriores al final de la Segunda Guerra Mundial, el nueve veces oscarizado filme de Bertolucci narra, épico e íntimo –qué pocos son capaces de ambos calidades- el derrumbe de la dinastía Qing, en la persona del atribulado Pu Yi, la República de Sut-Yan-Sen, los Señores de la Guerra, la invasión de Manchuria por los japoneses, la Guerra Civil y el triunfo de Mao en 1949, todo a través de los ojos de un títere de la Historia. Historia y vida. Apenas unas leves licencias de ficción. Un mosaico extraordinario.