Un 19 de noviembre de 1819 se inauguraba en Madrid el Real Museo de Pintura y escultura, un contundente edificio concebido por Juan de Villanueva para albergar el Gabinete de Ciencias Naturales. Aquel contenido distaba mucho de lo que hoy podemos contemplar al deambular por sus salas. Cuando se abrieron sus puertas estaban expuestas 311 pinturas todas ellas de autores españoles y 1.510 se hallaban almacenadas procedentes de los Reales Sitios. Había un único día a la semana previsto para visitarlo y se abría exclusivamente a quien presentaba una autorización o recomendación de alguna personalidad de la Corte.
De hecho, en palabras de Miguel Falomir, director de la pinacoteca, «su origen y poderosa singularidad debe mucho a los gustos de los monarcas de los siglos XVI y XVII. El coleccionismo entonces difería del actual. Sin pretensiones enciclopédicas, aspiraba a reunir cuantas obras fuera posible de los artistas predilectos. Ello explica que del Prado se haya dicho que es un museo de pintores, no de pinturas, pues los artistas representados suelen estarlo de forma superlativa, pudiendo preciarse de poseer los mayores conjuntos de El Bosco, Tiziano, El Greco, Rubens, Velázquez o Goya, a veces con más de un centenar obras».
Reunir lo mejor de las colecciones reales en el Prado era un reflejo tanto de la política patrimonial de la Ilustración como del creciente interés del mundo occidental por la creación de los grandes centros de arte, los museos, a imagen y semejanza del Louvre de París, además de reivindicar la pintura española en el contexto internacional.
El primer pintor coleccionado por los reyes, y el pilar sobre el que se erigió la colección real, fue Tiziano. Para Falomir, «la elección tuvo consecuencias decisivas para el coleccionismo regio e incluso para la propia evolución de la pintura española. Al decantarse por el campeón del color en detrimento de los pintores florentinos y romanos que defendían la primacía del “disegno”, los monarcas optaron por una pintura que primaba sus aspectos más emotivos y sensuales. A Tiziano siguieron otros venecianos (Veronese, Tintoretto) y aquellos artistas que asumieron su legado, como los flamencos Pedro Pablo Rubens y Anton Van Dyck, y la influencia de unos y otros fue decisiva para la eclosión de la pintura española en el siglo XVII, con Velázquez a la cabeza».
El gusto de los monarcas
La incorporación de autores no dejó de crecer desde el siglo XVI. Los reyes sabían a qué artistas querían y qué obras deseaban en sus palacios. Su gusto artístico era refinado. Felipe II, por ejemplo, como cuenta Falomir, se decantó por la pintura flamenca del XV –de ahí la presencia de Van der Weyden, Hans Memling y, sobre todo, El Bosco– y Felipe IV fue decisivo para configurar una colección que fue modelo y referencia en Europa. Florecieron entonces los encargos a Rubens, Velázquez, Van Dyck, José de Ribera, a Nicolás Poussin y Claudio de Lorena, una pléyade de pintores que contribuyó a engrandecer el importante y compacto núcleo ya existente. Su amplitud de miras se pone de manifiesto en la incorporación de obras de artistas inexistentes con el objeto de paliar ausencias y lagunas. Rafael, Parmigianino o Correggio (cuyo «Noli me tangere» es una obra maestra tan bella como desconocida) pasaron a colgar de las paredes de la pinacoteca. Tras la muerte del monarca colección del Prado, afortunadamente, se convertiría en la mejor de Europa.
Para Falomir, «con el advenimiento de la dinastía Borbón llegaron los pintores franceses, dando inicio a un siglo, el XVIII, dominado por artistas foráneos. A los franceses les sucedieron los italianos y, en el tercer cuarto de la centuria, Madrid fue escenario de una de las rivalidades artísticas más fascinantes de Europa, cuando Carlos III empleó a dos artífices antagónicos en sus formas de entender y practicar la pintura: el veneciano Giovanni Battista Tiepolo, brillante epígono de la gran tradición, y el bohemio formado en Roma Anton Raphael Mengs, heraldo del neoclasicismo. Solo a finales del siglo, con Goya, vuelve un pintor español a dominar el escenario cortesano».
De ahí que los Reyes quisieran estar ayer presentes en el arranque de las conmemoraciones de los 200 años del buque insignia de la cultura, según Felipe VI, «un fabuloso legado para orgullo de los españoles y un verdadero icono de la cultura española y universal». Se refirió al Prado como «el gran y monumental símbolo de la creatividad, la excelencia y la sensibilidad artística de nuestro país a lo largo de la Historia y un patrimonio de toda la Humanidad», cuyos dos siglos de vida (que se cumplirán dentro de un año) debe de ser considerada como «una historia de éxito» a la que han sumado esfuerzos la Corona, las distintas administraciones y la sociedad civil, gracias a lo cual hoy puede albergar «un fabuloso legado para orgullo de los españoles». Señaló, además, que «El Prado es mucho más que el privilegiado espacio físico de una innumerable cantidad de obras maestras. Con el tiempo, se ha erigido también en un lugar de memoria, de nuestra memoria». Lo dijo desde un atril en el Auditorio del museo. Después, los Reyes pudieron ver de cerca la exposición con que arrancan los fastos, «Museo del Prado 1819-2019. Un lugar de memoria». Su comisario, Javier Portús , les fue explicando cada una de las ocho secciones en que se divide la muestra, la más importante, en palabras de su director, de las que ha albergado el centro. Posaron al acabar el recorrido delante de la goyesca «Maja vestida», que se mide con una picassiana en azules, «Desnudo recostado», un ejemplo más de esa colección «viva» de un centro que ha sido inspiración y musa de los grandes maestros y que ha trasvasado saberes de los clásicos a los contemporáneos.
En el acto participaron, además del director de la pinacoteca, el presidente del Patronato, José Pedro Pérez-Llorca, y el ministro de Cultura y Deporte, José Guirao, junto con extitulares de Cultura, como Íñigo Méndez de Vigo y Esperanza Aguirre, así como la presidenta del Congreso, Ana Pastor, y la del Consejo de Estado, María Teresa Fernández de la Vega.
Museo del Prado. Madrid.
Cuándo: hasta el 10 de marzo de 2019.
Cuánto: entrada general, 15 euros