El lío del impuesto de las hipotecas ha tenido el poder taumatúrgico de poner a los tres poderes del Estado patas arriba. Y además, al mismo tiempo. Pocas veces cristalizará otro momento que refleje mejor que este el desastre institucional y la descomposición sistémica que se han apoderado de la vida pública española.
Mientras los jueces del Supremo inventaban la figura inédita de la casación de sus propias sentencias, el Consejo de Ministros se apresuraba a descasar lo que ellos habían casado ante el entusiasmo impaciente de los padres de la patria, dispuestos a renunciar al debate legislativo en beneficio del decretazo. Fantástico. El poder judicial se suicida al ir contra sus propios actos, el poder ejecutivo apuñala al poder judicial dejando sin efecto el pírrico pronunciamiento de los magistrados y el poder legislativo se suma al crimen permitiendo que la norma que cambia las reglas del juego no salga directamente del horno del Congreso de los Diputados.
Que todo esto es una carrera de despropósitos parece bastante claro. Lo difícil es saber quién la va ganando. Hasta ahora se disputaban la victoria el Gobierno y el Parlamento, contagiados del mismo populismo que impregna todos sus actos desde la moción de censura, pero ahora se suma a la foto finish el Tribunal Supremo, cuyo prestigio ha quedado malherido justo en el momento en que más falta hacía tenerlo a salvo. No olvidemos que estamos en vísperas del juicio del siglo. Lesmes y Díaz Picazo han hecho las cosas rematadamente mal. Gracias al espectáculo que ambos han patrocinado, ahora hay un sector de la opinión pública, teledirigida por las terminales políticas de turno, que clasifica a los jueces en dos únicas categorías: los que se rinden a las presiones del populismo de moda y los que lo hacen ante los intereses de la banca. La hipótesis de la independencia de criterio, por arte de birlibirloque, ha dejado de existir.
Y, sin embargo, quien más tiempo pasó al otro lado del hilo telefónico tratando de influir para que la decisión judicial no abriera un boquete económico de consecuencias imprevisibles no fueron los banqueros, sino los ministros. Lo que queda de la titular de Justicia le pidió a Pilar Teso —su candidata para suceder a Lesmes— que tratara de conducir el debate en el plenario de la Sala Tercera hacia una solución salomónica: que el impuesto de la discordia lo pagaran los bancos, pero estableciendo el criterio aberrante de la no retroactividad. Se vio enseguida que la propuesta no tenía futuro. Así que había que elegir. O blanco o negro. O pagaba la banca con todas sus consecuencias —valoradas por el Gobierno en 5.000 millones de euros en el mejor de los supuestos— o pagaban los clientes.
A Sánchez le convenía la segunda opción, pero evidentemente no podía reconocerlo. ¿Cómo iba a ponerse en contra de los intereses de los ciudadanos? Por eso trabajó en silencio, procurando no descarar su doble juego, para que el Supremo mantuviera la vieja doctrina. De ese modo no habría que esquilmar las arcas de las comunidades autónomas, que son las que se benefician del impuesto —y no los bancos, como han querido dar a entender los demagogos de pacotilla—, y a la vez tendría la oportunidad de convertirse en el héroe del nunca más. “Queremos que nunca más los españoles paguen este impuesto”. Dicho y hecho. Los magistrados le hicieron el trabajo sucio —15 a 13— y él se permitió el lujo de enmendarles la plana comprometiéndose a destejer el remendón que habían hilvanado.
El golpe gubernamental —poder ejecutivo— al prestigio del Supremo —poder judicial— es terrorífico. Añádase a él el que los propios jueces se han dado a sí mismos, mediante el bochornoso espectáculo de estos días, y el que está a punto de perpetrar el compadreo político para la renovación del CGPJ, ya casi ultimado, y obtendremos la visión de conjunto del desprestigio institucional del que hablaba al principio del artículo. Eso es lo que pasa cuando el vuelo de las togas no elude el contacto con el polvo del camino. Pincho de tortilla y caña a que muchos de sus portadores ya están arrepentidos.