Sin duda el 2 de octubre, como un día determinado en nuestro calendario sucedido hace 50 años, fue un acontecimiento ruin de un gobierno miedoso y autoritario que no acertó, porque no podía hacerlo, a entender cómo solucionar un conflicto mediano que terminó por escalarlo hasta ser la fisura que terminaría por romper ese monolito del PRI-Gobierno.
México parecía vivir bien, ante el mundo éramos los primeros latinoamericanos en ser sede de los Juegos Olímpicos, todo iba impecable, salvo un problema: vivíamos sin libertades políticas.
Éstas estaban restringidas a la participación en un esquema totalitario, hacer política, implicaba, bajo cualquier esquema, estar alineado: al sindicato charro, al sector del PRI, a la central obrera o campesina, al gobierno o a cualquier organización, siempre que estuviera dentro de las permitidas.
Y en la lógica de quienes decidían lo permitido, impedir lo que estaba fuera era un asunto de Estado. Implicaba casi una labor patriótica faltar a la ley, a la constitución, a la vida ajena, con tal de salvar al Estado que habían creado para ellos.
Así funcionó hasta que sus fantasmas los alcanzaron, algunos fantasmas llegaron un día después de la matanza del 2 de octubre. Otros, se habían presentado en atrocidades anteriores y tenían ecos que sonaban desde Lecumberri, cárcel habitada por líderes magisteriales, ferrocarrileros, obreros, estudiantiles y guerrilleros; también venían desde las montañas de Guerrero o las fábricas de la metrópoli en construcción; y sí, muchos, estaban en las universidades públicas de México.
Como a los jóvenes estudiantes, también se les presentó la muerte a campesinos, obreros o maestros en casi cada rincón de la patria por circunstancias tan elementales como pensar distinto y estar dispuestos a buscar decir, hacer, ser, bajo sueños que iban más allá de los orquestadores del sistema de control.
Así es como muchos, millones se atrevieron a votar distinto ante los propios funcionarios de casilla sin un voto secreto en 1988 por Cuauhtémoc Cárdenas.
Los mexicanos fuimos aprendiendo a ver otros colores además de los patrios, nos fuimos atreviendo a disentir incluso ante riesgos laborales en el menor de los casos o a enfrentar a la autoridad ante un atropello bajo el temor de algo mayor. México se fue emancipando durante éstas décadas en las que la juventud se atrevió a dar un salto mayúsculo y los adultos fueron viendo en su ser la posibilidad de hacer posible lo imposible.
Ver al PRI perder su primera gubernatura, presidencias municipales y los incipientes diputados de mayoría fueron creciendo hasta el segundo momento que también protagonizó Cuauhtémoc Cárdenas: ganar la capital en 1997, y de la mano de Andrés Manuel López Obrador como dirigente nacional, ser la segunda fuerza parlamentaria en la primera Cámara de Diputados sin mayoría, sin totalitarismo, sin aplanadora priísta.
La secuencia democratizadora de México hubiera sido casi lineal de no ser un por un ventajoso personaje que fracturó la esperanza de muchos mexicanos que en él creyeron; cuyo gobierno lejos de transformar al país, fracturó las aún frágiles instituciones de nuestra democracia orquestando el fraude de 2006.
Ése hecho pausó, he incluso, hizo retroceder en varios aspectos a nuestro país; en otros tantos, nos hizo caminar en dirección opuesta hacia rumbos como la violencia y la barbarie que con tristeza es un caminar común al que muchos se han acostumbrado con resignación.
El impulso proyectado 50 años atrás, con los zigzagueos propios de la historia social, vino a detonar en una avalancha ciudadana que tiene la esperanza puesta en el gobierno que comienza: el gobierno que cerrará el ciclo del cambio nacional.