Vicent Lindon: «Había algo bipolar en Rodin»
Bajo la dirección de Jacques Doillon protagoniza el filme sobre la vida del escultor, papel para el que vivió durante dos meses como en el siglo XIX
Hay algo de crispación en el tono de Vincent Lindon cuando llega tarde a la entrevista. Pide disculpas, es cordial, pero tiene pinta de no estar para monsergas, tal vez porque «Rodin», que concursó en sección oficial en el Festival de Cannes de 2017, no despertó demasiado entusiasmo entre la Prensa. Lindon es el clásico actor de método que le devuelve la pregunta al periodista como si las palabras que no le gustan rebotaran contra un muro que las doblega y las convierte en otra cosa. Estaría dispuesto a pegarle un par de tortas a quien osara recordarle su pasado como novio de Carolina de Mónaco. Nadie lo hace, claro: a estas alturas, cuando guarda como oro en paño un premio al mejor actor en Cannes por «La ley del mercado», eso forma parte de otra vida.
Hace años que se lo rifan cineastas como Claire Denis, Benoît Jacquot, Alain Cavalier y ahora Jacques Doillon, que ha hecho posible, con su connivencia como productor, que se convirtiera en Auguste Rodin. Viendo la película, da la impresión de que el escultor francés, adusto y apasionado, un adicto al trabajo, fue un antepasado del propio Lindon, hasta tal punto se ha sumergido en el personaje. «Me hicieron falta cuarenta, cincuenta páginas del guion para decidirme, y de inmediato me puse manos a la obra. Los responsables del museo Rodin, en París, fueron de gran ayuda. Todos los lunes por la mañana me hacían una visita guiada y me contaban un montón de anécdotas. Aprendí a esculpir, cuatro horas diarias durante cinco meses», cuenta con mirada penetrante. Quiere convencernos con los ojos: con este método, dice, cualquiera podría transformarse en Rodin. «Hasta tú, que me estás escuchando».
Pero Rodin no era un cualquiera, ¿no? «Había algo bipolar en él. Estaba su vida privada, sus mujeres: era parco en palabras, árido, tímido, no reconoció a su hijo, no se portó bien con su madre, y luego estaba su tormentosa relación con su alumna Camille Claudel, a quien le dio mucho más de lo que algunos libros dicen, aunque acabara en un manicomio», explica. «Y estaba su vida como artista: para él todo era trabajo. Era en sus esculturas donde podía expandirse, desplegarse como hombre, y podía defenderlas a capa y espada. Siete años estuvo batallando por imponer su visión en su estatua sobre Balzac. Pasión no le faltaba».
Contemporáneo de los impresionistas, Rodin se peleó con la escultura académica durante toda su vida, pero la película de Jacques Doillon no pretende levantar acta cronológica de sus cuitas. Para eso está Wikipedia. «Odio los “biopics” típicos», dice Lindon con un gesto de enfado. «Claro que vas a contar la vida de un genio, claro que tendrá sus zonas oscuras, pero detesto que se entienda el cine como una clase de Historia. Es como convertir la singularidad en algo previsible, lineal, que puede etiquetarse. El cine tiene que ver con la experiencia, con sentir el momento, y eso no se enseña en ningún aula». A los que les molesten las películas que no dan explicaciones, que sitúan la acción sin contextualizarla, que se preparen, porque «Rodin» no es para ellos.
«Es lo que me gusta del estilo de Doillon», afirma Lindon. Es imposible quitarle la razón, contradecirle, porque imprime a cada gesto un impulso un tanto inquisitivo, como el del propio Rodin ante sus esculturas inacabadas. «La duración de la escultura, para Doillon, es lo que importa. El tiempo y el esfuerzo que llevan a Rodin a obsesionarse con lo que hace, a casi volverse loco. Si Jacques no me hubiera filmado así, difícilmente me habría interesado por el proyecto. Ni habría estado dispuesto a pasarme los dos meses que duró el rodaje viviendo como en el siglo XIX. Si no hay compromiso con lo que cuenta el director, y por supuesto con el personaje, mejor quedarse en casa». Y bebe agua para aclararse la voz.