Alguna vez consigné, en estas líneas, que la circunstancia del despido —y la subsecuente realidad del desempleo— era una experiencia muy dura para los comunes mortales. No faltó el obligado militante del optimismo idiota para responderme que no, que aquello, lo de que te avisaran de pronto que ya no servías para desempeñar un trabajo y que te ibas a quedar sin la paga, era sobre todo una “oportunidad”, un “reto”. Y, pues sí, la indiferencia hacia la adversidad que afrontan los semejantes suele validarse despreocupadamente invocando las presuntas suficiencias de esos individuos de la especie que, sintiéndose bendecidos de una fortuna excepcional, no sólo se sienten al abrigo de las miserias de la existencia sino que cacarean insolentemente el credo del éxito por decreto.
Es la cultura del egoísmo sustentada en la ficción de que cualquier persona puede abrirse paso en la vida, de que basta con “querer” alcanzar un objetivo para lograrlo, de que la ambición particular abre todas las puertas y de que cada quien es el absoluto responsable de su suerte independientemente de sus orígenes, de las inclemencias sobrellevadas en la infancia y de las azarosas fatalidades externas.
Pero, no estamos hablando de posturas que se manifiestan exclusivamente en el ámbito de lo personal: los principios del individualismo triunfante han servido para consagrar políticas públicas concretas que, en su deliberado desentendimiento de las penurias que padecen amplios sectores de la sociedad —y, encima, atribuyéndoles a los directamente afectados la culpa de su propia desventura (son haraganes, viven de extender la mano para mendigar las asistencias del Estado benefactor, carecen de iniciativa)—, han llevado al abandono y desamparo de millones de seres humanos. Eso, y no otra cosa, es lo que promueven Trump y los suyos al reducir las ayudas sociales, al recortar programas que benefician a los niños pobres o al negar servicios médicos universales a la población.
Se argumenta además que los recursos del Estado son limitados, que las finanzas públicas deben guardar un sano equilibrio, que los impuestos desincentivan las inversiones de los empresarios y, finalmente, que el mercado termina por mitigar las desigualdades sociales al ser el único mecanismo existente para crear riqueza. Y, en efecto, hay un firme sustento para cada uno de estos postulados pero, al mismo tiempo, el repudio absoluto a las políticas asistenciales desemboca en lo que podríamos llamar un entorno de programada crueldad para los ciudadanos más desprotegidos.
En el extremo opuesto de este proyecto de sociedad se encuentra el Estado benefactor, tan denostado por los neoliberales, cuya expresión más deletérea sería el régimen liderado por el demagogo populista que todo lo promete y que reparte a manos llenas los dineros del erario combatiendo, por si fuera poco, a las fuerzas productivas de la economía. En este modelo el enemigo no es el estatista a ultranza, valedor del “pueblo”, sino el “capitalista” descarnado y explotador que despoja impunemente a los demás al hacer “provechosos negocios” abrigado por un sistema fundamentalmente injusto.
El debate predominante de nuestros tiempos ya no gira en torno a la opción posible entre los dos modelos sino que la preeminencia del libre mercado parece haber quedado ya firmemente establecida en el terreno de las ideas. Pero lo inquietante, en estos momentos, es el creciente advenimiento de gobernantes extremistas que, explotando para su beneficio el descontento de las poblaciones, propugnan soluciones fáciles a problemas muy complejos y pretenden desmontar el entramado de ordenanzas que dan sustento a la democracia liberal: el demagogo se hermana así con el capitalista a ultranza y aparece, a la vez, como un fascista en ciernes en su propósito de instaurar un régimen sometido a sus designios personales, un paradigma nutrido de enconos, enemigos señalados, divisionismo, descalificaciones y feroces retóricas.
La asombrosa llegada al poder de un Trump que califica a la prensa crítica como “enemiga del pueblo”, la aparición de mandatarios xenófobos en Polonia, Hungría e Italia, el reinado de sátrapas en Nicaragua y Venezuela, el creciente despotismo de Erdogan en Turquía, la irrupción de la extrema derecha en los parlamentos europeos y el esperpéntico imperio de Duterte en Filipinas nos avisan de una extraña regresión hacia un pasado muy oscuro. No imaginábamos que así se fuere descomponiendo el siglo XXI.
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