Kofi Annan ha sido uno de los secretarios generales más importantes de los nueve que ha tenido la ONU desde que se fundó en 1945. El cargo es menos importante de lo que la gente, incluso la informada, cree. Las naciones que parieron la Organización, fundamentalmente las vencedoras de la II Guerra Mundial, no quisieron dotarla con un presidente o un director general, su intención era controlar al recién nacido. Por ello, calificaron al máximo ejecutivo del organismo «secretario». El ejecutivo estaría a las órdenes de sus jefes, es decir, de los gobiernos.
Con el transcurrir de los años alguno de esos secretarios, especialmente el sueco Hans Damarskjoeld, trataron de potenciar ese papel y, aprovechando las divisiones entre las grandes potencias, se arrogaron tareas de mediadores, de árbitros y, más aún de conciencia moral de la comunidad internacional. Las decisiones, sin embargo, quedaban en manos de los gobiernos, el secretario no podía crear una misión de paz o condenar a un delincuente internacional sin el expreso beneplácito de los «señoritos». El que olvidaba esta regla primordial mordía el polvo. Annan debió su nombramiento al choque abierto entre su predecesor, el egipcio Boutros Gali, y la secretaria de estado estadounidense Allbright. Llegado el momento de la reelección del brillante egipcio, la americana, aunque los otros 14 miembros del Consejo de Seguridad querían que continuase, falló: «Por encima de mi cadáver».
Gali fue defenestrado y Washington razonó que para hacer la purga más digerible por la Organización había que nombrar a otro africano. Pusieron sus ojos en Annan, un ghanés que dirigía ordenadamente, aunque con algún bache, el departamento de Operaciones de la Paz.
Annan aprendió la lección y no sacó los pies del plato ante los grandes. Creía que Estados Unidos metía la pata con la intervención en Irak contra Sadam Hussein pero no se animó a criticar a Bush hasta pasado el conflicto; impulsó el nacimiento del derecho de intervención en un excelente discurso en la Asamblea General, es decir, la idea de que la comunidad internacional no debe permanecer pasiva cuando un dirigente hace atrocidades dentro de su territorio. Por razones morales no debe inhibirse aunque la Carta de la ONU consagre como principio sacrosanto el de no injerencia. Algunos países, la todopoderosa China y Argelia, vieron peligros en carne propia con la elogiable propuesta... y Annan puso sordina a sus pretensiones.
El ghanés fue reelegido sin problemas y continuó, como ha dicho el portugués Guterres, siendo «una fuerza inspiradora para el bien en el mundo». No estaba exento de carisma, cuidaba a la prensa, sus roces con Estados Unidos le otorgaban crédito en el mundo y, a menudo, sus discursos –obra de un excelente periodista británico– eran didácticos, legibles y oportunos. Fue muy popular entre los Embajadores ante la Organización y puso a la ONU en el mapa de los medios de información mundiales. Incluso en la esquiva alta sociedad neoyorquina. Sus dos sucesores no lo han logrado.
Creía en la ONU en la que había echado administrativamente los dientes, aunque tuvo en ella más de un traspiés de envergadura. Era encargado de sus fuerzas de paz cuando el genocidio de Ruanda de 1994 y también el de Bosnia (Srebrenica) que ocurrieron por lentitud e inoperancia del organismo. En 2005, el informe Volcker lo hacía no culpable pero sí responsable de importantes errores de gestión en el programa «petróleo por alimentos» en el que se permitía que el embargado Sadam Hussein pudiera vender petróleo para evitar el hambre en su país. El proscrito Sadam Hussein pudo desviar miles de millones dólares, mientras la ONU no se enteraba o cerraba los ojos. En esas ocasiones, a posteriori, Annan hizo acto público de contrición. Pifió también como hombre bueno en el tema.
Su balance global es positivo. Trabajó con denuedo por los ideales de la ONU y no vaciló en reconocer sus lacras. Hace meses declaró a la BBC que si la ONU no existiera habría que inventarla. Es lo que manifesté yo, discurseando, no sé si como presidente del «sindicato» de Embajadores, cuando Annan fue reelegido: «Si Kofi Annan no existiera habría que inventarlo». A pesar de sus lunares.