«Omnia mors aequat», la muerte nos iguala a todos. El tópico es válido para cualquiera que abandona este valle de lágrimas, pero alcanza un sentido estético en el Cementerio Nacional de Arlington, el camposanto militar a las afueras de Washington. La mayoría de las tumbas tienen una sencilla lápida de mármol blanca. Las colinas de Arlington están alfombradas con ellas, con líneas y filas de piedra blanca hasta donde se pierde la vista. Aquí se igualan soldados rasos y generales. Arlington también es el descanso final de presidentes -como John F. Kennedy-, jueces del Tribunal Supremo y otras personalidades. Pero, ante todo, es el principal cementerio militar del país, en el que cualquiera que haya servido en el Ejército tiene derecho a acabar enterrado. Al menos, hasta ahora. Arlington sufre overbooking y pronto podría dejar de ser un derecho para quienes visten el uniforme militar.
Robert Lee
El cementerio aloja los restos de 420.000 estadounidenses. Cada año, se entierra a otros 7.000. Es un espacio enorme, que se ha quedado pequeño. Sofocado entre el río Potomac -en la otra ribera de la capital, Washington-, las instalaciones del Pentágono, la base militar Fort Myer y varios suburbios capitalinos, el camposanto no tiene más espacio para crecer. Se fundó en 1864, cuando el terreno formaba parte de una enorme finca del general Robert Lee y su mujer, Mary Anna Lee, bisnieta de Martha Washington, la mujer del primer presidente de EE.UU. y a la que la propiedad llegó por herencia. Lee se pasó al bando confederado en la guerra civil y no hay duda de que esa decisión tuvo que ver en que, en pleno conflicto y ante la gran cantidad de muertos en combate, los unionistas eligieran tomar ese terreno para establecer un cementerio militar.
Con el paso del tiempo, Arlington se ha convertido en un símbolo igualitario de EE.UU. El problema es que, al ritmo que se producen los enterramientos, en 25 años no cabrá un cuerpo más. Y eso que desde hace tiempo se busca maximizar el espacio: los espacios para los incinerados son cada vez más estrechos y a los familiares -que tienen derecho a ser enterrados junto a los militares fallecidos- ya no se les coloca al lado, sino a mayor profundidad en el suelo.
El cementerio quiere seguir como el destino final de militares, pero de una forma sostenible, para que pueda vivir al menos otros 150 años. «Si el país quiere que Arlington siga siendo especial y accesible, tenemos que hacer cambios», ha asegurado su directora ejecutiva, Karen Durham-Aguilera, a «The New York Times». La solución sería endurecer las normas de quiénes tienen derecho a recibir sepultura. Por ejemplo, solo para caídos en combate o condecorados con las mayores medallas de valor. Eso significaría que en todo un año se enterraría a la misma cantidad de militares que ahora se hace en una semana. Las asociaciones de veteranos han puesto el grito en el cielo: han sudado el uniforme igual que sus antecesores y quieren la misma huella para la eternidad.