Alberto Closas se levantaba después de una discusión y gritaba: «¡Me voy y me llevo el idioma!». María Dolores Pradera también se ha llevado el idioma. Con jipijapa, pañuelo y poncho blanco de lino, con la flor de amancae, la fina garúa de junio, un recrujir de almidón y arrebol de los geranios. Aunque dijera dueto. ¿Pero qué le ha pasado a la palabra dúo? Lo decía para referirse a esos que hizo en los últimos años. Alucinógenas Las mañanitas con Amaia Montero. La propia Amaia justificó el encuentro: «[María Dolores] Queda bien con cualquier cantante, con cualquier artista». Esos discos eran Pradera con cosas. Dani Martín no se justificó pero su versión de Amanecí entre tus brazos es de darse cocotazos contra la pared. Contó una vez Pradera que un taxista le dijo que le encantaba a sus hijas. «Sin embargo, yo no la puedo soportar», matizó. Me ocurre eso con los que cantaban con ella.
Una cosa es hacerlo con José Alfredo Jiménez ya muerto y otra con sapos cancioneros. Con Pradera me pasa como a Pancho de Verano azul con Bea cuando le viene la regla. «Que ni el viento la toque». Que toquen los Gemelos, pero ya. Ni los Sabandeños (es verdad que más de dos hombres juntos me causan inquietud, sobre todo si llevan bandurria). Ni Carlos Cano. Hasta Antonio Burgos reconoce que una canción como las Habaneras de Cádiz «no existió hasta que María Dolores Pradera la señaló con ese dedo de diosa de Capilla Sixtina que levanta monumentos musicales en la memoria». Por no hablar de Sabina. Las letras de Sabina sólo suenan bien en la voz de Pradera (va a ser lo mismo Jugar por jugar cantado por él que por ella, aunque se le acople).
A la señora de la dicción le gustaba patinar. Lo hacía en Madrid durante la Guerra. Me la imagino como en uno de mis cuadros favoritos, El patinador, que Gilbert Stuart le pintó a William Gant. Pradera era Greta Garbo con poncho y chal, con muchos ponchos y muchos chales. Elegante como un LP. Cuando sacó su primer disco en formato cedé y viajó a México se lo llevó a Lola Beltrán. «Ay, Dolores, nos hemos quedado en nada», fue la reacción de la mexicana. Dolores era elegante hasta cuando reñía. Alfred Brendel ha levantado más de una vez las manos del piano por las toses (los teatros son hospitales de tuberculosos). «Señoras y señores, no estoy seguro de que ustedes puedan oírme a mí pero yo sí puedo oírles a ustedes». Dejaron de toser. A principios de los 80, Pradera actuaba en el cine Salamanca de Madrid (ahora un C&A) con un murmullo constante. Dejó de cantar. «Por favor, un poco de respeto al acto». Y siguió sin el más mínimo cuchicheo. Con la gravedad e inmensidad de su poca voz.
Se casó con un pelirrojo mucho antes que Meghan Markle. Y cuando María Teresa Campos le preguntó por qué se había separado de él aseguró que no se acordaba. Podría haber elegido cualquier estrofa de sus canciones. No he visto esa película de Jonás Trueba, pero a veces me da la impresión de que todas las canciones de María Dolores Pradera hablan de mí (pasa también con José Alfredo Jiménez y con Manuel Alejandro). El tiempo que te quede libre, si te es posible, dedícalo a mí. Mi mejor tristeza, mi mayor coraje, es que de mi mente no puedo olvidarte. Mi mejor tristeza es el recordarte por tu modo extraño de amarme bonito. Procuro olvidarte, procuro alejarme de aquellos lugares donde nos quisimos.
Pradera no hizo un Epílogo con Begoña Aranguren porque le daba aprensión. Nos quedan sus canciones. Y dar serenatas en los cementerios. Muriéndonos de risa. Aunque esta letra sea de Sabina.