El Festival cambia de hábito, pero no de costumbres, para dejarle el púlpito del certamen a la película dirigida por Wim Wenders, «El Papa Francisco, un hombre de palabra», en la que de modo documental recoge con la cercanía del primer plano parte del pensamiento que el Sumo Pontífice quiere lanzarle al mundo. Wenders se conoce el territorio del documental como un pez su pecera («Pina», «La sal de la Tierra»…) y sabe ponerse enfrente de lo documentado con enorme sigilo: en la pantalla solo hay Papa, un repaso de imágenes de archivo de sus viajes, a Jerusalén, entre los refugiados, en el Congreso estadounidense, en Suramérica…, y un repaso a los testimonios directos a cámara sobre los asuntos que mueven, o han de mover, a su Iglesia, y también a otros más espinosos como la pederastia, la revolución, el feminismo, el reparto de la riqueza y el trabajo…
Intercala Wenders imágenes de ficción en blanco y negro sobre San Francisco de Asís, en una evidente pretensión de hermanar las dos figuras, y capta con total pasión «el efecto Papa» entre sus millonarias audiencias durante sus viajes y entre los líderes de otras confesiones y culturas. Desde el arranque con imágenes del cardenal Jorge Bergoglio en los barrios pobres de Buenos Aires, hasta esa sensación de globalidad, de minucioso observador y conductor de todos los asuntos terrenales, del medioambiente a la justicia social o al diálogo entre contrarios, la película de Wenders (y del Vaticano) construye la sensación de ventana hacia un Mensaje, con mayúscula, y a un mensajero intrépido. Sobre este peculiar trabajo es difícil conocer sus causas, pero muy fácil sospechar sus efectos en medio mundo y en el otro medio.
Como es natural, esta película no compite por ningún premio (tendría tela marinera que su protagonista ganara el de mejor interpretación), y sí lo hicieron dos títulos con cierta «palmaresina», o sustancia del Palmarés, el italiano «Feliz como Lázaro», de Alice Rohrwacher, y atentos al dato: directora, y el japonés de Kore-Eda titulado aquí «Une affaire de famille». El primero era pura sorpresa, con un personaje de fábula y un relato entre la fantasía y la alegoría, tan poético como desbaratado, sobre la inocencia, las transformaciones sociales, lo atemporal (Inviolata se llama la aldea) y lo estrambótico. Es una moneda al aire, y dependerá su éxito en cómo caiga.
La japonesa de Kore-Eda es, como siempre las suyas, un encaje de bolillos con lazos familiares y con una peculiarísima familia en el centro. Con sentido del humor hace y deshace roles (padre, madre, abuela, hijos) entre unos personajes extravagantes y cercanos. Su modo de ver y entender la infancia y el corazón adulto ante ella es siempre magnífico, y en esta se adentra, como en «De tal padre, tal hijo», en esos terrenos lindantes del Adn o el «roce».
«Une affaire de famille» («Shoplifters» es su título en inglés) arranca con las enseñanzas de un padre a su hijo consistentes en cómo trincar comida en el supermercado, y entra al fondo de la cuestión cuando «recogen» a una niñita de la terraza de su casa, lugar en el que la dejan sus padres… La integran a la “familia”, y son a partir de ahí estampas de convivencia “marciana”, momentos de triquiñuelas y cariño, con una naturalidad y una ausencia de culpabilidad que se irá interrumpiendo por detalles y revelaciones que convierten la trama en dos pesos éticos sobre dos balanzas. Pero la historia familiar y de sentimientos modélicos encuentra el modo de enfrentarse con la realidad, con el espejo que devuelve como delito la imagen de la hermosa convivencia, y la sensibilidad de Kore-Eda ofrece argumentos y provoca sentimiento para colocar al espectador ante el dilema entre el bien y el mal, o lo malo y lo peor. Todo muy penetrante, a pesar du su grata ligereza.