Escribe Rabelais, en paráfrasis aristotélica llamada a hacer fortuna, que la naturaleza «aborrece el vacío». Lo aborrece la política en igual medida y con riesgos probablemente más altos. Algo vendrá a llenar siempre los espacios que el aprendiz de brujo sueña dejar exentos. No basta con aniquilar lo malo, si se deja a lo pésimo potestad de suplantarlo.
En Irán, los Estados Unidos han repetido en bucle el mismo error desde hace treinta y nueve años: la tentación de destruir lo odioso sin haber planificado qué es lo que habría de venir luego. Dando con ello pie a que floreciera lo todavía más odioso. Y lo de más riesgo. El Shah Reza Pahlevi fue, en Irán, un tirano horrendo. En términos morales, la apuesta de Jimmy Carter, liquidarlo, era poco censurable. Moralmente. Su corrupción, sus centros de tortura, sus cárceles, su arbitrariedad repugnaban. Moralmente. Pero Carter no era sólo un sujeto moral. Era el presidente de la mayor potencia del planeta. Y no podía embarcarse en un envite ético sin haber garantizado sus posibles desenlaces. No lo hizo. Y al delictivo Pahlevi lo sucedió una congregación de santos: lo peor en política.
Nada hay más funesto que un santo en el poder: es un axioma que la historia moderna ha visto cumplirse en cualquier horizonte. Las consecuencias de la irrupción de Jomeini y de la República Islámica, que sus mullahs instauraron al abrigo de la condescendencia presidencial de Carter, las seguimos pagando todavía. El yihadismo nació en ese Teherán sometido al terror sagrado de un régimen cuyo único verdadero señor era el Grande y Misericordioso Alá, que habla a través de las palabras que el Guía Supremo de la Revolución transmite. La matriz del yihadismo fue puesta allí por el clero chiita. De inmediato, sus competidores sunitas iban a entrar en juego. Hoy, treinta y nueve años después, el resultado es lo que hubiera sido inimaginable antes de aquel error crítico: el acoso de una guerra de religión que no sabe de fronteras.
Irán es un error que arrastramos y es un error que repetimos. El último avatar de ese disparate fue el tratado nuclear propiciado por Obama en 2015. No había mucho lugar para engañarse sobre la mentira de aquel teatro. No había allí más que escena. El acuerdo nuclear de 2015 es el último eslabón de esa cadena de dislates que inaugurara la administración Carter. Para Obama, la firma del tratado tenía el valor de una profecía autocumplida: la que aquel Premio Nobel preventivo, que precedió a su llegada a la Casa Blanca, postulaba como broche. Para Irán, era el único modo funcional de preservar intacto un proyecto de arsenal nuclear ya en su fase conclusiva. Europa, como siempre, se acunaba en sus sueños angelicales. Es lo único que Europa ha hecho en política internacional durante el último medio siglo: acunarse.
Los futuros misiles nucleares iraníes tendrán dos objetivos: Israel y Arabia Saudita. Y, con ellos, buscarán la apertura de una guerra mundial. Ése es ahora el vacío al cual nos asomamos.