Todo comienza en Bajo Calima, en la región del Chocó, noroeste de Colombia. Desde el puerto, embarcamos en lanchas inestables, cuyas carcasas parecen de corcho. Son utilizadas por cientos de personas para transportar mercancías y poder visitar a sus familiares en la selva. Los capitanes llenan las balsas hasta el límite. Recorremos el río San Juan, donde las ramas azotan nuestro rostro. Los pasajeros rezan, temen volcar. Nuestras mentes se concentran en el destino. Repetimos continuamente, todo saldrá bien. A la vez, divisamos pequeños poblados con sus habitantes, inmóviles, como si el tiempo se hubiese detenido.
Llegamos a la orilla del poblado, cuyo nombre permanecerá grabado en la memoria pero no en los labios. Somos recibidos como intrusos. En este lugar, el frente Che Guevara, del Ejército de Liberación Nacional (ELN) establece una de sus bases mientras negocia con el gobierno Colombiano. Una milicia que desde hace 54 años, asegura que luchan por la libertad e igualdad del país, empuñando las armas. Una causa que es cuestionable y llena de sangre. Cruzan líneas rojas. En el 2016, la Fiscalía General de Colombia acusó al ELN de 15.896 delitos, cometidos en las últimas tres décadas. 4.894 secuestros, 930 reclutamientos ilícitos, 5.391 homicidios y 2.989 desplazamientos forzados, son algunos de los crímenes por los que se imputa a la guerrilla.
Comienza el primer día. Nos levantamos con los gritos de un aldeano desnudo, le falta un brazo. Chilla “amigo” sin cesar, hasta que el ruido de los gallos comienza a opacar sus palabras. Un hombre demente atrapado en una habitación construida sobre tablones. Desconocemos cómo llegó allí. No hacemos preguntas.