Junts per Catalunya y Esquerra tienen decidido prescindir de la CUP porque consideran que no se puede confiar en los antisistema «para hacer absolutamente nada». Los viejos convergentes les acusan de «agitadores inconsistentes» y los republicanos creen que «pretenden vivir en la eterna adolescencia ajena a cualquier responsabilidad».
Tal como está el independentismo, incapaz de decir la verdad y de asumir en público aquello de lo que no tienen ninguna duda en privado, las gesticulaciones durarán algunos días pero tanto ERC como el PDECat se preparan para una legislatura estrictamente autonómica en el terreno político, buscando el apoyo de Podemos y hasta del PSC, y reivindicativa en el terreno emocional, pero de una reivindicación mucho más humanitaria que secesionista en la que tanto socialistas como comunistas pueden perfectamente encajar.
Lo que de fondo admiten, tanto Esquerra como el conglomerado convergente, es que la mayoría absoluta independentista que actualmente existe en el Parlament no ha sido capaz de generar la articulación de una mayoría política de esta ideología y que por lo tanto toca «ensanchar las bases» y «ser más».
Tanto los de Puigdemont como los de Junqueras deploran especialmente los aspavientos puristas de los anticapitalistas, porque «se pasan el día dándonos lecciones de patriotismo y de democracia cuando los encarcelados y los desterrados los ponemos nosotros», según sentencia de un dirigente independentista a su regreso de Estremera.
Las nuevas elecciones no son todavía del todo descartables, porque en su bipolaridad extrema, Puigdemont se despierta cada día con una idea distinta acerca de su renuncia al acta de diputado. Desde la semana pasada parece estar convencido de que le saldrá más a cuenta rendirse, y venderlo como un acto de generosidad, que no que «le rinda» el juez Llarena, inhabilitándole, cuando dicte, más temprano que tarde, su auto de procesamiento. Toni Comín está pendiente de cómo mantener a su marido y a su hijo en el largo exilio que le espera, y busca una salida personal revistiéndola de una dignidad republicana que ni en su propio partido se tragan, aunque de momento le escuchan sin responderle nada concreto, porque el gran drama del independentismo, lo que verdaderamente le colapsa, mucho más que la aplicación del artículo 155, es el doble discurso que mantiene con su público y que le impide tomar las decisiones razonadas y razonables para desbloquear la situación política en Cataluña, trazar una estrategia más a largo plazo, ampliar el apoyo electoral para que el argumento democrático llegue por fin a ser creíble, y buscar alianzas más allá de la CUP, que lleva desde 2015 jugando a reventarlo todo.
Esquerra quiere una legislatura social, un Govern capaz de gestionar con audacia el día a día y de ganarse la confianza –y el voto– de los sectores más «obreristas», en el llamado «cinturón rojo» que rodea la ciudad de Barcelona. Para ello quiere llegar a acuerdos con Podemos y potenciar la figura de Gabriel Rufián, que tan bien les funciona en la frontera electoral con los comunes. El PDECat quiere una temporada tranquila para reorganizarse y sobrevivir, y Junts per Catalunya quiere convertirse en partido político para hacerle una opa hostil al PDECat y «robarle el juguete» –según ironía de un exdiputado de Esquerra– a Marta Pascal.
Lo que nadie niega en privado, y cada vez cuesta más de disimular en público, es que el primer «round» del desafío independentista lo ha ganado, y por goleada, el Estado; que no existe la llamada «república catalana»; que la CUP no sirve para construir, y que como Puigdemont afirmó en su última conferencia en Ginebra, la independencia no sólo no es la «única solución»; sino que un modelo de organización territorial como el suizo «sería mayoritariamente aceptado por los catalanes».
El independentismo continúa encaramado en el árbol pero la «operación descenso» ha comenzado. La única duda es si sabrán bajar solos o el juez Llarena tendrá que subir a por el gato.