A Abraham le separaron de sus padres cuando apenas tenía un año. Helen y Joseph eran dos judíos atrapados en la cárcel del nazismo. Huyeron desde Beránavichi (Bielorrusia) hasta Vilnius (Lituania), intentaron vivir sin presión y darle a su bebé un futuro en una Europa que desfallecía a golpe de disparos y gases. Al poco tiempo, destinaron a su madre a un gueto y encerraron a su padre en un campo de concentración. La desesperación les llevó a entregar a su hijo a una mujer que le convirtió al cristianismo y que, tras la liberación de sus padres, le secuestró. A pesar de todo, tuvo la suerte que no corrieron los seis millones de personas que fueron asesinadas por el régimen nacionalsocialista. “Hay un futuro para los judíos en Europa, si no, Hitler habría ganado”, asegura este superviviente del Holocausto, a sus 78 años. “Nuestra venganza se produce cada vez que nace un niño judío”.
Nada más pronunciar estas palabras, algo cambia en el gesto de Abraham. Sus arrugas son el reflejo del paso del tiempo, de la angustia y de la sinrazón. Le muestran fuerte, con carácter, pero una parte de ellas sigue guardando recuerdos atroces. “Es crítico revivir lo que pasó, aunque no sea fácil”, explica a LA RAZÓN. Esta semana está visitando la muestra sobre Auschwitz que organiza el Centro de Exposiciones Arte Canal de Madrid y no puede ocultar que algo le arranca la emoción. “Hay que conocer la labor de todos aquellos que arriesgaron su vida por la de otros. No todo el mundo odia. Se puede marcar la diferencia ayudando a los demás”.
Y entonces, se acuerda del Abraham que tenía cinco años, el que convivió con el dolor de la distancia y el que quemó los restos para reencontrarse con su familia. “Estuve cuatro años con esa señora que me dio una identidad falsa para que nadie me reconociese. Yo era muy pequeño y no me daba cuenta de nada, pero la unión que un hijo tiene con sus padres no se rompe nunca”. Baja la voz hasta quedar en un leve susurro. Hay veces que se le entrecorta, otras que la proyecta con decisión, pero en la mayoría de ellas recoge su verdad. “Una familia de tres miembros no tenía ninguna posibilidad de sobrevivir. Fue un milagro. Mis padres no eran más o menos listos que el resto, pero se juntaron muchas pequeñas cosas que les motivó a luchar por mí”.
Antes de que acabase la guerra, su madre consiguió unos papeles que le acreditaron como “persona no judía”, lo que le permitió visitarle de vez en cuando. En todas estas ocasiones, haciéndose pasar por una tía lejana. Tras ello, su padre fue liberado en Estonia, aunque las cosas aún estaban muy lejos de solucionarse. “Mi niñera quería seguir criándome como si fuera su hijo y que, en el futuro, me convirtiera en sacerdote”. Por aquel entonces, tenía seis años, vivía en Polonia y disfrutaba una vida aparentemente feliz, pero tras el cristal de sus ojos todo estaba nublado. “Me secuestró para que mis padres no me recogieran; así que fuimos a juicio y consiguieron recuperar mi patria potestad”. Desde entonces, el contacto cesó, nunca mandó una carta interesándose por él y falleció en 1958. Abraham consiguió olvidarse de ella, al menos por un tiempo.
“Fui consciente de todo durante mi adolescencia. Tenía un sentimiento de culpa muy grande, no entendía por qué sobreviví yo y no otros niños”. Fue cuando empezó a investigar y a hacer preguntas. Algunos padres se negaron a contarle a sus hijos todo lo que había pasado para protegerlos. Otros, como los suyos, hicieron todo lo contrario. “Para ayudar hay que educar, saber que la naturaleza humana puede ser buena o mala”. Él mismo lo ha hecho con sus hijos y nietos para no borrar nada de su historia. “La mente humana es muy sofisticada y bloquea todo lo doloroso. Yo no recuerdo nada del juicio sobre mi custodia, por ejemplo, pero del resto no he querido eliminar nada”.