Para problemas de identidad, los que acusan las capitales de provincia en los tiempos que corren. Al parecer, las ciudades necesitan un ropero de vestidos como el de una Barbie, no sea que el espectador se aburra. A Sevilla, sin ir más lejos, que lleva luciendo un mes y poco el mariano modelo del Año Murillo, la van a travestir en 2019 con unos trapos de marinero remendón propio del Año Magallanes, que no va a ser uno sino tres. Vayan preparando pues las más oceánicas galas y los mejores escorbutos para el Trienio de la circunnavegación que se avecina. Estas mutaciones impuestas a las urbes que pretendan permanecer en las fotos están provocando trastornos de personalidad que ya quisieran para sí los tratados de psiquiatría. El relevo de Magallanes, por lanzar una idea en Córdoba, podría tomarlo Abderramán III, cuyo comienzo de califato cumplirá 1.060 años en 2021. La historia de suntuosidades del primer califa omeya viene al pelo a colación del actual transformismo que viven las urbes. Con objeto de maravillar al mundo, haciendo ostentación de riqueza y de poder, el califa construyó la palatina Medina Azahara. La ‘ciudad brillante’, que es lo quiere decir el topónimo en la lengua árabe, contenía en el centro de un palacio un estanque de mercurio donde se reflejaba el oro, la plata y los marfiles de la estancia y cuyo denso movimiento del líquido metálico, a las horas en las que incidía sobre él la luz del sol, anticipó ya en la Edad Media el efecto de las bolas de espejos de discotecas. El mercurio fue para los alquimistas la piedra filosofal con la que transmutar el vil metal en oro, las bolas de espejos han servido a los bares de ancha bragueta para parecerse a disco-pubs y las efemérides, en las ciudades, hacen de elixires de eterna novedad.