Dentro de unos meses, Clint Eastwood cumplirá 88 años, que es una edad poco propicia para estrenar películas, aunque en él sea lo habitual. Lo que no le suele ocurrir a Eastwood es que sus películas (siempre uno de los acontecimientos anuales del mundo del cine) se estrenen de tapadillo, como ésta última, que se le esconda hasta el último minuto a la crítica para que llegue tarde, mal y nunca a la cita con sus lectores ante de su estreno.
Normalmente se le esconden a la crítica esas películas que, con toda la intención, quieren respirar tranquilas, sin críticas adversas, el primer fin de semana, pero hacerle eso a Eastwood, uno de los más grandes cineastas de la Historia, y probablemente a sus espaldas, es una vileza, un golpe bajo a su prestigio.
Es verdad que Eastwood cerró magistralmente su filmografía con «Gran Torino», mayúsculo sello a su obra y personaje inmortal, pero después ha hecho media docena larga de películas buenas y buenísimas, como «Más allá de la vida», «El Francotirador» o «Sully», y que esta que hoy se estrena, «15:17. Tren a París», por mucho que la tropa de marketing la minusvalore, será sin duda una obra dignísima y merecedora de un reclamo y una divulgación a la altura de las expectativas que crea Eastwood, su cine, y que esperan todos los críticos, cinéfilos y públicos del mundo.
No hay que hacerle caso al mensaje que nos envían los pensadores de la productora: «no la veáis». A Eastwood hay que verlo, a pesar de los suyos.