Obras de Mozart, Chopin y Bach. Piotr Anderszewski. Fundación Scherzo. Auditorio Nacional, Sala Sinfónica, Madrid, 7-XI-2017.
La personificación del repertorio, ese proceso interno por el que el intérprete toma las hendijas que el compositor dejó en una partitura para hacer patria de ella, es una tarea delicada. O bien se tiene una estatura artística incuestionable (piénsese en Glenn Gould) o el resultado puede ser una arena movediza. Piotr Anderszewski es uno de los pianistas que transita por ese desfiladero tempestuoso de forma asidua, abordando a Bach, a Schumann o a Szymanowski. Suele salir con bien de ello, y este concierto de la Fundación Scherzo no fue una excepción, aunque sí hubo matices. El programa arrancaba con dos obras de Mozart (la «Fantasía en do menor», K 475, y la «Sonata do menor», K 457, compañeras habituales) y tuvieron lecturas personales que dejaban a un lado la liviandad de toque al uso (que no de contenido) para mostrar un peso en sus acordes y cadencias no siempre inherente a la partitura. Ese vigor se antojó excesivo en algunas ocasiones, pero en otras la suma de intensidades llevó la partitura a nuevos e interesantes puertos.
La visión que el pianista posee de Chopin tiene un punto de didáctica. Desgarro controlado, arquitectura clara, virtuosismo dentro de un contexto sin gratuidades y una exposición de los temas modélica. También se explican cosas: cada modulación (ese puente habitualmente levadizo, esa metamorfosis entre un paisaje tonal y otro) se remarca, se aborda con efusividad en el piano. No importan tanto los lugares a los que se llega sino el cómo se ha llegado. Anderszewski modela un manual sonoro de instrucciones de las técnicas creativas de los compositores, algo que se agradece. La segunda de las «Tres mazurcas, op. 59» y la última de las «Tres mazurcas, op. 56» demostraron cómo hablar desde el centro mismo del Romanticismo sin impostar discurso. «La Suite inglesa nº 3» se quedó en media tinta. La sucesión de danzas transcurría con un claro cambio de narrativa, aligerando texturas y haciendo desaparecer casi por completo el pedal. Fue un enfoque más cercano, si se quiere, a la partitura original, algo que muchos agradecen. Pero truncado por la visión mucho más personal de las dos sarabandas, llevadas a un campo de expresión cien años por adelante. Conste que ambas lecturas (la personal y la estilística) resultan pertinentes y también necesarias. Pero a la vez parecen anularse. Para acabar, dos bises y el tacto de ese Janácek que tan bien construye en las yemas de los dedos, como uno de esos carteles de las series antiguas que rezaba «Continuará...» Eso es lo que esperamos.