«El día en que nacía Manolete, el 4 de julio de 1917, en Córdoba no ocurría nada». Así arranca la «Biografía de un sinvivir» sobre el diestro cordobés,del escritor e historiador Fernando González Viñas, que ayer protagonizó los encuentros «Los toros y yo» que organiza LA RAZÓN Andalucía en colaboración con la Real Maestranza de Caballería. Efectivamente, en 1917 en Córdoba no ocurría apenas nada. A nivel mundial se libraba la Primera Guerra Mundial y se incubaba la segunda. Las dos le cogieron de lleno al Monstruo cordobés, como lo rebautizó el crítico taurino K-Hito. Manolete tuvo que abrirse camino en plena Guerra Civil. En un tiempo de «sabañones, de gasógeno, de aceite de ricino», como cantó con voz pelada Joaquín Sabina. Manolete lo tuvo todo en contra. Tomó la alternativa en Sevilla en julio de 1939. Y en ese momento España no sólo estaba dividida por el costurón de la contienda. Se pasaba hambre. La cabaña brava quedó seriamente diezmada porque los toros en lugar de torearse se echaban al perol. Cuestión de prioridades. A todos los elementos en contra se sobrepuso Manolete con un valor seco que le desembocaba en el torrente sanguíneo por vía de su padre y también de una larga estirpe en su familia que se remonta al mismísimo Lagartijo, el primero de los califas cordobeses.
Manolete, a quien las primeras crónicas ya lo comparaban con Abderramán III por su poder de conquista, fue el IV Califa, siguiendo la estela de Lagartijo, Guerrita y Machaquito. Y de todos ellos fue el que probablemente revolucionó de manera más rotunda el toreo. En el siglo XX se puede tender un arco de ballesta que va de la revolución belmontina en las primeras décadas del novecientos a la conquista definitiva de Manolete en los años cuarenta. A partir de entonces el toreo ya es, con sus virtudes y sus defectos, como lo conocemos hoy en día.
Todos estos aspectos los fue abordando Fernando González Viñas en un entretenido coloquio que tuvo lugar en la sede de la Fundación Valentín de Madariaga en Sevilla. González Viñas, comisario de las exposiciones del año Manolete, ha indagado con la minuciosidad del historiador y la sensibilidad del novelista –ha publicado títulos como «El último yeyé» y tiene recién salido del horno «El Ángel Dadá»– en la vida del diestro cordobés; y se ha acercado a él con la misma voluntad con la que se acercó a José Tomás. Esto es, para exprimir el zumo del personaje y analizarlo no sólo como fenómeno taurino, sino como fenómeno social.
Manolete se convirtió en los años 40 en un símbolo, en un semidiós al que el público trataba de imitar, comprándose los mismos pitillos «Philip Morris» que él fumaba y –el que podía– las gafas negras de concha que le hacían aún más hermético, más enigmático. Pero el público igual que lo adoró también se le volvió hostil, como en una guerra entre titanes y dioses olímpicos. Es la misma cruz que tuvo que cargar Guerrita, cuando dijo aquello de que «en Madrid toree San Isidro»; o el propio Joselito El Gallo, quien acudió a la fatídica tarde de Talavera de la Reina huyendo precisamente de la actitud beligerante de la afición capitalina. Por eso, como contó ayer González Viñas, cuando el 28 de agosto de 1947 un toro mató a Manolete en Linares hubo un acto colectivo de culpa y contrición. Todo había llegado demasiado lejos. También la exigencia consigo mismo del propio Manolete. Pero ha pasado el tiempo. Y cien años después de su nacimiento, la huella del IV Califa se acrecienta como creador –junto a Belmonte– del toreo moderno.