La seguridad a los 80 días de Jerí, por César Azabache Caracciolo
Ochenta días son poco tiempo para registrar resultados medibles de cualquier política. Pero son más que suficientes para reconocer la forma que ella va adquiriendo.
La falta de seguridad en que vivimos es la única razón que explica la forma específica y el momento en que la señora Boluarte perdió el gobierno. El Congreso encontró que el atentado de octubre de este año contra Aguamarina agotó la capacidad de resistencia de su gobierno y la reemplazó por el señor Jerí.
La seguridad debería ser entonces un objetivo central del gobierno transitorio que él encabeza.
De hecho, en los ochenta días que tiene a cargo, el señor Jerí ha encabezado un operativo simultáneo en cuatro penales, una requisa en el penal de Ancón y ha ofrecido una declaración formal en la que ha presentado a los penales como el espacio en el que planea concertar sus políticas de seguridad.
Una revisión simple de las últimas publicaciones, conferencias y entrevistas de José Luis Pérez Guadalupe, nuestro más importante experto en estos temas, podría haber mostrado al señor Jerí que nuestro actual ciclo de violencia, a diferencia del que han vivido Colombia y Venezuela, no se ha organizado desde los penales, sino desde los barrios y los territorios que ahora ocupan las economías ilegales. En las condiciones específicas en que se encuentra el Perú, concentrar las políticas de seguridad en las cárceles es cometer un error. Pero para notarlo es preciso mirar la evidencia, y eso es algo que el gobierno parece no estar interesado en hacer.
Además de organizar su discurso sobre los penales, el gobierno ha puesto o mantenido en emergencia a Lima, el Callao y Pataz, y ha aprobado por decreto supremo un pago adicional de S/ 16 por hora para el personal policial que dedique sobretiempos a acciones de patrullaje o a intervenciones planificadas.
Aparentemente, el gobierno cree que la mejor respuesta a la violencia actual resulta de intervenir de manera ciega las cárceles y aumentar el número de efectivos asignados a dos de las zonas más afectadas por el crimen organizado, también de manera ciega. No hay planes a la vista ni metas ni indicadores de resultado: solo una relativa concentración de personal y una apuesta casi mágica que espera obtener, desde esa acumulación de acciones, reducciones en los registros de violencia que se registrarían en algún momento en el futuro.
Sin un plan medible por resultados obtenidos fuera de las cárceles —no hay uno sobre la mesa—, el territorio que pierda una organización criminal por una hábil intervención policial y fiscal puede ser tomado por otra casi inmediatamente. Un plan de seguridad, en un caso como el nuestro, en el que la violencia ha adquirido una adscripción territorial, no funciona sin una estrategia establecida para ocupar territorios recuperados de manera sostenida. De lo contrario, aquí ocurrirá lo que pasa cuando se cava en la arena: todo el terreno, en poco tiempo, vuelve a tener la misma fisonomía que tenía al principio.
La seguridad no se mide por el número de efectivos que se despliegan en operativos nominales ni por el número lineal de detenidos que cada uno de ellos produce. Se mide por el total de territorios que se recuperan y por el total de personas a las que se logra proteger de manera sostenida.
En el mapa de violencia reconocida que exhibe el gobierno no está La Rinconada, en Puno, ni está La Pampa, en Madre de Dios. No hay espacio para las invasiones y el tráfico de tierras, instalados en la costa; ni para el contrabando en Desaguadero; ni para las extorsiones y el sicariato instalados en los barrios de Trujillo, Piura, Chiclayo y Lima.
Entre nosotros, la violencia se organiza desde territorios manejados por economías ilegales. Economías que obtienen ventajas de leyes como la que amplió la vigencia del Reinfo, un registro que facilita el tráfico de explosivos y metales de extracción ilegal, a lo que hay que agregar la autorización concedida por el Congreso para construir la carretera UC-105 en la selva, sin confirmar si es cierto o no que esa carretera atraviesa una zona impregnada por el tráfico de drogas y de metales.
La seguridad es, ante todo, protección a personas concretas. Cualquier propuesta en esta área debe empezar por identificar a quienes tienen mayor exposición a la violencia. La tarea consiste en que todas y todos, empezando por ellos, estemos a buen resguardo.
En nuestro caso, la lista de personas expuestas incluye a los defensores de territorios amazónicos: 38 de ellos ya habían sido asesinados a julio de 2024, según Aidesep. Están las víctimas de trata: según la fiscalía, más de 900 mujeres y más de 450 adolescentes, niñas y niños hasta 2024. Están también los emprendedores instalados en las economías de barrio, visible aunque anónimamente alcanzados por las extorsiones. Están, además, los aproximadamente 70 trabajadores del transporte asesinados entre noviembre de 2024 y finales de 2025 en Lima, según la fiscalía.
La lista, por supuesto, podría ser más extensa. Podría incluir a los testigos que el Estado no está protegiendo por falta de recursos y a los heridos, civiles y policías, a los que no se les está prestando atención suficiente. Pero las declaraciones del gobierno sobre seguridad no parten de ninguno de estos grupos de personas. Las víctimas de la violencia están por completo ausentes en el discurso oficial, y eso hace imposible alinear las acciones y medirlas atendiendo a su impacto sobre personas concretas.
No tenemos información sobre la cantidad de vidas que el gobierno intenta proteger ni sobre la cantidad de territorios que intenta recuperar. Sin esto, tenemos solo acciones cosméticas, diseñadas para llenar portadas y redes sociales, pero no una política que merezca ser tomada en serio.
Se trata de proteger a las personas, no de poblar la escena de apariencias.