Aquel 5 de enero salté muy temprano de la cama y le halé la colcha a papá para despertarlo y susurrarle felicidades al oído. Encima de la mesita de noche estaba su gorra de policía y sus charreteras. Las volví a ver ya en sus hombros unos minutos más tarde cuando llegó la patrulla que lo recogería para el trabajo. Vestido con su uniforme azul, me dio un beso y salió de casa a su labor cotidiana, prácticamente anónima. Aunque la fecha suponía algún festejo, ese día para él no fue diferente al de la jornada anterior.
Mi papá era patrullero de carretera. Pasaba horas y horas, días y noches, en la zona de la autopista nacional en un viejo Volga con sirena. Allí paraba camiones, solicitaba a los conductores sus papeles, se enfrentaba a los delincuentes y estaba atento a las instrucciones que por la pequeña planta le enviaban desde la Estación central. Yo, aún pionero de Primaria, me preocupaba por los peligros a los que se encontraba expuesto. Pero él me decía: «Hijo, no tengas miedo, estoy preparado».
Ciertamente, lo estaba. Lo comprendí el día en que me enseñó con magistral técnica cómo salir, incluso en posición de desventaja, de las garras de un agresor, o cómo arrebatarle de las manos el cuchillo y voltearlo. ¿Dónde aprendió todo eso?, me preguntaba. Y es que un policía debe tener elevada preparación física y dominar las herramientas para neutralizar al contrario. Sus años en Angola, donde cumplió el servicio militar, lo pusieron a prueba y le sirvieron de escuela para lo que fue su faena posterior por más de 25 años en Patrulla.
El sacrificio asume la bella costumbre de sembrar relaciones humanas para toda la vida. Forja el carácter y fomenta los valores más puros. En esa labor diaria por la tranquilidad ciudadana, los compañeros de trabajo de papá se convirtieron en mucho más que eso: fueron sus hermanos. Y ahí estaban ellos en los momentos más alegres o duros, como una verdadera familia.
Siempre me llamó la atención el revólver, la tonfa y los sprays de defensa y ataque que celosamente guardaba en un lugar donde yo no pudiera alcanzarlos. ¡Eso no se toca!, me decía bajito cuando veía que curiosamente lo observaba quitándose el uniforme. Nunca los usó contra nadie aunque los llevaba puesto de modo preventivo, o si por algún motivo de fuerza mayor tenía que emplearlos para preservar su vida o la de los demás.
Una tarde hurgando en sus papeles, junto a las viejas fotos de su estancia en tierras africanas, encontré una tarjeta que recibiera en reconocimiento a sus años de servicio como patrullero. Tenía grabado un fragmento de la intervención de Fidel en el aniversario 40 de la Policía Nacional Revolucionaria, el 5 de enero de 1999: «Toda esta fuerza social colosal, toda esta fuerza moral con que contamos, necesita la mejor policía del mundo, la más organizada, la más preparada, la más motivada, la más consciente y a la vez la más humana».
Y más adelante, el Comandante decía: «Nuestros policías deben ser fuertes, jóvenes, capaces de defenderse —que sepan echar esas llaves que aparecen los domingos por la televisión, y sepan manejar el kárate, el taekwondo —, bien preparados físicamente. Tienen sus armas y, en caso de legítima defensa, tienen todo el derecho a usarlas, con el máximo de serenidad, de mesura. No matar jamás a un hombre innecesariamente, sino solo en situaciones en que resultara imprescindible como único y último recurso para preservar la propia vida, o la vida de un compatriota; cuando las usen, saberlas usar, y en qué circunstancia las tengan que usar».
Comprendo ahora que esa fue la filosofía con la que siempre actuó mi padre hasta el día de su muerte. Como él hizo siendo muy joven, los muchachos que integran hoy las filas de la Policía Nacional Revolucionaria y cumplen su deber naturalmente, llevan en sus esencias la vocación por una sociedad mejor, más justa y plena, mientras custodian el sueño de millones. Estoy seguro de que, al paso del tiempo y en día especiales como el que celebramos este domingo, sus hijos hablarán también de esas huellas, como las que en mí dejó mi papá.