No hay ninguna ley que pueda acabar con la violencia machista. Siglos de patriarcado corren por nuestras venas. Por eso, aunque España tenga una legislación pionera, los datos son poco alentadores. En los últimos años ha descendido levemente el número de mujeres asesinadas, tan levemente que propios y ajenos reconocen el fracaso. Y no quiero decir que sea innecesario el esfuerzo que se está realizando, cada mujer o niño salvado de las garras de un maltratador es un logro primordial, lo que quiero expresar es que el solo castigo no sirve para transformar la mente de hombres y mujeres, que es la autoconciencia lo que nos podría llevar a que lentos pero con firmeza fuéramos superando este horror de la vida; el horror de que la fuerza física y el dominio del territorio sean el paradigma por el que se mueve la humanidad.
Sé que ha sido así casi siempre, pero esa justificación es inaceptable. También sé que hay sociedades en las que no existe esa sangre, que paradójicamente se las nombra como incivilizadas, y que posiblemente gracias a su aislamiento no se han hecho guerreras y machistas. Nosotros no podemos dar marcha atrás; sí podemos, si queremos que exista justicia social, luchar contra esta marcha ciega hacia delante. En nuestro mundo “civilizado” ya la mayoría de los varones están en contra de la desigualdad de género, pero, ¿qué hacen en la intimidad, en los momentos de curda o decisiones? Ellos, que reconocen públicamente que las mujeres pueden realizar cualquier actividad salvo quizá levantar grandes pedruscos, son reticentes a ofrecerlas las mismas posibilidades y sueldos. Ellos que a veces, pobres, no saben cómo actuar sin que se les acuse de machistas, andan desnortados. Y es normal, es complicado sumarse a perder privilegios y más aún a compartirlos. Pero nosotras tenemos que enseñarles a que no hay marcha atrás sin ejercer su modelo de dominio. Solo se aprende desde el humor y el afecto. Y hasta de adultos estamos preparados para conseguirlo. Aprender a amar bien es el mejor oficio de la vida.