El 31 de diciembre de 1936, hace 88 años, moría en Salamanca el intelectual más importante que ha tenido este país: Miguel de Unamuno y Jugo. Setenta y dos años de una prolija vida intelectual, fructífera en sus aportaciones literarias e incuestionable en su defensa de las libertades individuales. Desde los innumerables artículos publicados en prensa y ensayos diversos, a su ingente aportación poética. Pasando por las novelas, que él denominó nivolas, en las que lo que se narra no es el acontecer de los hechos, sino el padecimiento de sus personajes. Sin olvidar su atrevido teatro, desnudo de artificios. Las de miles de cartas, enviadas a los destinatarios más ilustres del momento, o recibidas de ellos, como el caso del telegrama recientemente descubierto firmado por Einstein, entre diversos intelectuales alemanes de la época, apoyándole ante su destierro; o con remitentes y destinatarios anónimos, que simplemente le comentaban algún aspecto de sus obras, o les sugerían temas o finales a sus noveles, o le solicitaban ayuda para solventar el problema más inverosímil que les aquejaba. Persona enraizada en la sociedad en la que vivía, de la que se sintió partícipe y en la que se convirtió en reconocido revulsivo: bien por sus aceradas críticas constantes, bien por denunciar esas que consideraba malas decisiones tomadas; o, por indicar sin tapujo alguno, cuál debería ser el camino adecuado a seguir. Vivió como pensó: desde la paradoja . Buscando siempre la oposición de los términos, para encontrar su superación. Un sistema dialéctico, que es el mecanismo con el que trabaja nuestro pensamiento, indicativo de la influencia más hegeliana que aparece en su obra. El motor del cambio no son las tesis desde las que orientamos nuestras vidas, sino la tensión provocada al mostrar esas contrariedades que toda afirmación conlleva (antítesis). Esto provoca un enfrentamiento entre los dos polos, cuya solución no exige la eliminación de uno de ellos, sino alumbrar una situación diferente que supere el conflicto (síntesis). Y que, al convertirse en una nueva tesis o afirmación mantenida, volverá a entrar en el círculo creativo del auténtico pensamiento crítico. En esto radica el mecanismo de las paradojas que él utilizó, y que le llevó a ser tenido por contradictorio en su obrar y pensar. Pensó lo que vivió porque jamás dejó de defender las libertades individuales de todas las personas, convirtiéndose así en un liberal tal como se entendía en el siglo XIX. Liberalismo que abraza en aquel lejano curso de 1883 en la Universidad Central de Madrid, y del que no se apartará un ápice a lo largo de toda su trayectoria. A él llega desde su aceptación del darwinismo: todo ser vivo busca sobrevivir, sobre existir, no morir. Es ese impulso natural ( conatus ) que nos lleva a luchar por la supervivencia. De aquí surgen diferentes derivas en su filosofía. La consecuencia social inmediata será la de la necesidad de un Estado que armonice desde la ley (el pacto, el contrato, el acuerdo), y sin imposición de la fuerza, el conflicto entre las libertades con las que los individuos actúan para perpetuarse. Es desde esta perspectiva desde la que se entiende que se enfrentase al incipiente nacionalismo vascongado de su paisano Sabino Arana. Al Rey Alfonso XIII y sus diferentes Gobiernos, cuando buscaron más provecho propio que el bien común y, por ende, a la dictadura de Primo de Rivera. Al propio Azaña, por el diseño de República que iba pergeñando; y a los militares nacionales tras el golpe de estado de julio de 1936. Como se expresa en uno de sus últimos escritos del Resentimiento trágico de la vida : «Pensando los mismos pensamientos que desde hace 40 años, pero bajo el peso de este arrebatado huracán. (…) Yo no he cambiado, han cambiado ellos.» Otra consecuencia será su peculiar sentimiento trágico de la vida . Estamos, como seres vivos, obligados por la naturaleza a luchar para existir. Pero somos conscientes de que, por mucho que luchemos por ella, la muerte es irremediable. Surge así el enfrentamiento entre el sentimiento (necesidad de vivir) y la razón (conciencia de nuestra finitud). Enfrentamiento que lleva implícito el deseo de inmortalidad , ese ansiar ser eterno . ¿Podrá un ser finito, como toda persona lo es, conseguir alcanzar la ansiada inmortalidad por la que lucha a diario? Unamuno introduce la metáfora de Cristo , el hombre perfecto: el ideal de hombre, porque se dio a sus obras, en ellas se vació y por ellas sigue viviendo en los demás. Nuestras obras, para don Miguel, son el camino de esa inmortalidad que todos pretendemos siempre conseguir, como seres que luchamos por la supervivencia desde la necesaria contingencia de nuestra muerte segura. ¿Y dónde encontrar el referente para realizar el ideal del hombre, para concretarnos en nuestras obras, como hizo Cristo? Entonces, introduce el concepto de Dios , «que no es el ens summum, el primum movens, ni el creador del Universo, no es la Idea-Dios. Es un Dios vivo, subjetivo«. «Dios, más bien que como una conciencia sobrehumana, como la conciencia misma del linaje humano todo, pasado, presente y futuro, como la conciencia colectiva de todo el linaje, y aún más, como la conciencia total e infinita que abarca y sostiene las conciencias todas…» (Sentimiento trágico de la vida, cap. VIII). Volvamos hoy a este don Miguel. Releamos sus textos dejándole que se exprese, evitando cercenarle con tergiversaciones e interpretaciones interesadas ya caducas. Reivindiquemos hoy al gran intelectual que fue. Miguel de Unamuno: defensor de todas y cada una de las libertades humanas, que nos enseñó a luchar para convencer y a vencer a quienes usan la fuerza como forma de imposición.