Raquel lleva un año viviendo entre paréntesis. Como si 2024 hubiera pasado en una atmósfera pseudo pandémica, llena de extrañeza y de distancia. El 23 de noviembre se ha cumplido el primer aniversario de la muerte repentina de su único hermano, Alberto, a los 23 años. Y para ella, nueve años mayor, parece que apenas haya pasado un día desde la pérdida que lo cambió todo: «Ha sido como si este año no hubiera existido. Un año introspectivo, como de mirar hacia adentro. La muerte te transforma, te sensibiliza. La tengo siempre presente y hay días que siento que debo vivir por mi hermano, hacer lo que él no pudo. Pero hay otros en los que no tengo fuerzas, es como si llevara una viga encima y no pudiera moverme».
La voz de Raquel al otro lado del teléfono suena dolorida pero lúcida. Es muy posible que a sus 32 años haya vivido la peor experiencia de toda su biografía. La pérdida de un hermano, de un igual, es una ausencia distinta de otras. Aunque no se trata de hacer comparaciones, es un duelo del que apenas se habla y eso solo contribuye a hacerlo más duro: «Sentía que no había espacio para mi dolor. Todo el mundo me decía que cuidara de mi madre, pero yo apenas podía cuidar de mí misma. Es un duelo invisible, como si tuvieras que seguir porque “tienes toda la vida por delante”, pero yo no veía mi vida por delante. Para mí, su muerte fue como morir en vida. No hay pasado, presente, ni futuro. Solo un vacío inmenso. Durante los primeros meses, la rabia era incontrolable. Me dolía todo, desde mi propia existencia hasta la vida de los demás. Me preguntaba constantemente por qué».
El sufrimiento de Raquel la llevó a buscar ayuda y pronto se dio cuenta de la falta de recursos específicos para su herida. Estamos acostumbrados a grupos de ayuda para padres que han perdido a un hijo o dirigido a cónyuges que se han quedado sin su otra mitad, pero ¿hermanos hablando de hermanos? Para algunos, un hermano será el amor más importante de su vida; estaba allí cuando nació y, con suerte, le acompañará hasta el final. Ni parejas ni amigos tienen esa amplitud de presencia. Tampoco una genética compartida y un cerebro cableado de forma similar que permiten hablar sin hablarse en un entendimiento único.
Raquel ha tenido la fortuna de acceder a un espacio que le ha servido de bálsamo y le ha permitido acolchar un poco el vacío dejado por Alberto gracias a un podcast de «El Diario» que hablaba de Vida y Pérdida. «Allí he encontrado un acompañamiento muy especial. Son personas que están en la misma situación, viviendo el duelo al mismo tiempo. Hablar con ellas me da la vida porque son conversaciones que no puedo tener con otras personas. Además, me duele mucho cuando la gente evita mencionar a mi hermano. Yo quiero honrar su memoria, reírme de las anécdotas que compartimos. En el grupo puedo hacer eso libremente».
Esta hermandad de la que habla Raquel, Vida y Pérdida, es un proyecto pionero y único en nuestro país. Fue creado en 2020 por Belén Tarrat y Araceli Galindo, dos psicólogas de amplia trayectoria en duelo que vieron la necesidad de crear un grupo exclusivamente de hermanos. Habla Belén: «Con el tiempo, nos dimos cuenta de que los hermanos también enfrentan una pérdida muy compleja, diferente a la de los padres, pero igualmente devastadora. Es una combinación de ayuda mutua y terapia. Aunque nosotras facilitamos las reuniones, el apoyo entre los participantes surge de forma muy orgánica. Por ejemplo, los hermanos con más tiempo en el grupo a menudo ofrecen consejos y apoyo emocional a los nuevos. Ahora mismo tenemos dos en marcha con cinco y ocho miembros con los que nos reunimos dos horas al mes. Estamos considerando abrir un tercer grupo el próximo año, ya que hay más personas interesadas». Durante la sesión, los participantes comparten sus experiencias y reflexionan sobre cómo viven ciertos aspectos. «Además, buscamos juntos formas de aliviar el dolor. Después de la sesión, enviamos un resumen por correo electrónico junto con una tarea individual para que cada uno trabaje en casa y continúe compartiendo», explica Belén.
Este tipo de vínculo tan fundamental para el ser humano, sobre todo para el que acaba de perderlo, actúa como un sedante para Raquel: «Es un espacio donde puedo ser yo misma, sin sentir que ya debo “haber superado” mi dolor. Estamos creando una comunidad muy especial. Nos entendemos, nos apoyamos y, muchas veces, lo que una no puede expresar, otra lo pone en palabras, y todas nos sentimos identificadas». Carmen, de 28 años, es uno de los nuevos puntales que sostiene a Raquel. Igual que ella, ha perdido a su único hermano, cuatro años mayor y también llamado Alberto, y con él se ha desvanecido de la misma manera intempestiva una relación maravillosa que deja un hueco tan profundo como el que ocupaba: «En el grupo reflexionamos sobre esto y compartimos cosas hermosas de nuestros hermanos. Si no doliera tanto, quizá no necesitaríamos un círculo de apoyo. Yo al principio quería que todos estuvieran bien, aunque sabía que no era posible. Perder a un hijo es indescriptible, pero perder a un hermano también lo es. Ambos dolores son válidos».
La necesidad de estar ahí para los padres esquinando el propio dolor parece un patrón que se repite en estos duelos. Como si todo el peso de cuidar a los progenitores recayera sobre la persona que apenas acierta a mantenerse en pie. Y el ejemplo de los otros ayuda. «Siempre hay alguien que ha pasado por algo similar y te guía. En mi caso, al principio solo me preocupaba por mis padres y la familia de mi hermano, pero luego me di cuenta de que yo también necesitaba apoyo», explica. La muerte sigue siendo un tema que nos incomoda. Después del pésame y los primeros momentos de compasión y empatía da la impresión de que el mundo sigue girando para todos menos para los que quedaron atrapados por el dolor. «Mi hermano era importante antes y lo sigue siendo. Me desconcierta que nadie hable de él o que desvíen la mirada si lo menciono. Mantener viva la memoria de nuestros seres queridos es esencial para nuestro proceso».
Este fue uno de los aspectos más complicados de gestionar para Carmen, que perdió a su hermano en marzo. Eso de que la vida sigue. «Es importante que quienes te rodean entiendan el proceso. Aunque tengo gente maravillosa a mi alrededor, a veces esto se vive en silencio, como si el que te hablen de la pérdida fuera a recordarte algo que ya tienes presente todo el tiempo. Y cuando alguien te pregunta cómo estás, en un momento de sufrimiento tan profundo, no hay forma de responder en una frase». Raquel ha sentido lo mismo. «Hablar ayuda, aunque no todos quieren escuchar. A veces parece que la gente evita el tema para no “amargarse”. Pero yo soy partidaria de hablar, de compartir. En mi caso, el grupo de Vida y Pérdida me ha dado la vida. Es un espacio donde puedo ser completamente honesta, donde sé que me entienden. Una compañera del grupo dice que siente a su hermano como un “koala” que lleva encima, una mochila que nunca se quita. Es cierto: llevamos su ausencia con nosotras a todas partes. Mi hermano está en cada esquina, en cada gesto».
La psicóloga Araceli Galindo, la otra mitad de Vida y Pérdida, explica la singularidad de la orfandad de un hermano. «Todos asumimos que el ciclo vital es: crecer, desarrollarnos, llegar a la vejez y morir. Pero cuando ese ciclo se rompe, especialmente con la muerte de alguien que está en tu misma generación, como un hermano, se genera una gran disonancia. Se trata de tu par, alguien que comparte tu nivel generacional y muchas de tus experiencias vitales. El vínculo con un hermano es profundo y está enraizado en tu historia personal. Su pérdida puede generar una soledad particular que te confronta directamente con tu propia mortalidad».
Cree Araceli que «el duelo debería tener un inicio y un cierre, aunque cada caso es único. El duelo implica vivir el dolor, aceptar las emociones, y poco a poco aprender a vivir con la ausencia. Cuando la persona siente que no puede avanzar es importante buscar ayuda. Ya sea de un médico de familia, un terapeuta o un grupo de apoyo, como los que ofrecemos nosotras. La clave está en no quedarse atrapado en el dolor, sino en reconocerlo, aceptarlo y salir de él para incorporarnos, poco a poco, a la vida».