Con apenas 2 años, Shaina yace en una cama conectada a un goteo intravenoso en uno de los pocos hospitales que funciona en la capital de Haití, Puerto Príncipe.
Su madre, Venda, espera desesperadamente que el goteo alivie la desnutrición aguda que sufre su hija, que se ve demacrada.
Shaina forma parte de los 760.000 niños que están al borde de la hambruna en Haití.
Aterrorizada por la guerra entre pandillas que azota a su barrio, Venda pasó semanas encerrada en su casa y sin poder buscar tratamiento para su hija porque tenía demasiado miedo de salir.
Ahora, en la sala de pediatría, espera que no sea demasiado tarde.
«Quiero que mi hija reciba la atención adecuada, no quiero perderla», asegura entre lágrimas.
Haití continúa inmerso en una ola de violencia de bandas criminales desde el asesinato en 2021 del entonces presidente, Jovenel Moïse.
Se estima que el 85% de la capital está bajo el control de las pandillas.
Ni siquiera dentro del hospital los haitianos se salvan de los combates y los tiroteos, que según la ONU se han cobrado 5.000 víctimas mortales sólo este año y han dejado al país al borde del colapso.
El director médico del hospital explica que el día anterior la policía se enfrentó a pandilleros en la sala de urgencias en medio de pacientes aterrorizados.
Las víctimas de la violencia se ven por todos lados. Una sala del hospital está llena de jóvenes con heridas de bala.
Pierre es uno de ellos.
Cuenta que volvía del trabajo a su casa y estaba caminando cuando se vio atrapado en el fuego cruzado de una pelea callejera. Una bala le atravesó la clavícula.
«Con un gobierno más estable y mejores programas para los jóvenes, no se estarían involucrando en las pandillas», afirma sobre muchos niños y adolescentes que constituyen una gran proporción de los grupos que aterrorizan la capital.
Para combatir la creciente violencia, el Consejo de Seguridad de la ONU autorizó la creación de una Misión Multinacional de Apoyo a la Seguridad (MSS, por sus siglas en inglés) en octubre de 2023.
Financiada principalmente por EE.UU. y liderada por Kenia, las fuerzas de la misión fueron desplegadas en Haití hace seis meses con la tarea de restablecer la ley y el orden.
La ferocidad de la violencia de las pandillas se vuelve evidente desde una patrulla en el centro de Puerto Príncipe.
Los agentes kenianos recorren las calles en vehículos fuertemente blindados de transporte de personal (TBP) a través de áreas de la capital que alguna vez estuvieron llenas de vida. Ahora están desiertas.
Las tiendas y las casas están tapiadas.
De igual forma, los autos quemados y los escombros se amontonan a lo largo de las calles laterales: son barricadas construidas por las pandillas para bloquear el acceso.
El convoy avanza entre los escombros cuando, de repente, se ve atrapado bajo fuego enemigo.
Las balas impactan el blindaje del vehículo mientras la policía keniana responde con sus fusiles de asalto a través de las troneras de las paredes del vehículo blindado.
Después de casi una hora de intercambio de balas, el convoy puede seguir adelante.
Pero no pasa mucho tiempo antes de que aparezcan señales de más violencia pandillera.
En medio de la calle yace un cuerpo humano en llamas.
Un policía keniano en nuestro vehículo sospecha que un miembro de una banda fue acorralado y asesinado por una pandilla rival, y su cuerpo fue quemado para enviar un mensaje de advertencia.
Los agentes kenianos de nuestra patrulla ya están acostumbrados a ver este tipo de brutalidad en las calles de Puerto Príncipe, pero también admiten que están exhaustos.
En junio llegaron 400 soldados, un número muy inferior comparado con las pandillas haitianas.
En julio, el gobierno de Haití calculó que había 12.000 miembros de bandas armadas en el país.
A los kenianos se les prometió personal adicional.
Cuando la ONU autorizó la misión, se previó una fuerza de 2.500 efectivos, pero ese apoyo, que se suponía que llegaría en noviembre, aún no se ha materializado.
A pesar de la situación, el liderazgo de la fuerza sigue siendo optimista.
El comandante Godfrey Otunge está bajo presión del gobierno keniano para que la misión sea un éxito.
El comandante de la misión afirma que siente un «apoyo abrumador» por parte de los haitianos.
«La población exige que nuestro equipo se extienda y vaya a otros lugares para pacificar», afirma.
La ardua lucha a la que se enfrentan es evidente en una antigua comisaría de policía haitiana, que había sido ocupada por una pandilla pero que fue recuperada por las fuerzas kenianas.
Sigue estando totalmente rodeada por bandas y, cuando los agentes suben al tejado, los atacan francotiradores.
Los kenianos responden a los disparos mientras instan a todos a permanecer agachados.
Los agentes kenianos dicen que algunas de sus fuerzas adicionales llegarán a finales de este año, lo que elevará el total a 1.000.
El apoyo se necesita con urgencia. Hay zonas en Puerto Príncipe que están tan controladas por las bandas que son prácticamente impenetrables para la policía.
En una de esas zonas, Wharf Jérémie, casi 200 civiles fueron asesinados por una sola pandilla en el transcurso de un fin de semana a principios de diciembre.
En total, se estima que en la zona de Puerto Príncipe operan unas 100 pandillas, a cuyas filas se suman niños de apenas 9 años de edad.
Y el problema parece ir en aumento. Según la agencia de las Naciones Unidas para la infancia, Unicef, el número de niños reclutados por las bandas ha aumentado un 70% en un año.
Uno de los líderes de la pandilla al que acuden es Ti Lapli, cuyo verdadero nombre es Renel Destina.
Como jefe de la banda de Gran Ravine, comanda a más de 1.000 hombres desde su cuartel general fortificado en lo alto de Puerto Príncipe.
Pandillas como la suya han agravado una situación ya de por sí terrible en Haití.
Son conocidas por masacrar, violar y aterrorizar a civiles.
Gran Ravine es famoso por llevar a cabo secuestros para pedir rescates, una práctica que le ha valido a Ti Lapli un lugar en la lista de personas buscadas por el FBI.
Ti Lapli nos dice que él y sus pandilleros «aman mucho a su país», pero cuando le preguntamos sobre las violaciones y asesinatos que llevan a cabo pandillas como la suya, afirma que sus hombres «hacen cosas que no deberían hacer [a miembros de las pandillas rivales] porque nos hacen lo mismo».
Según él, la razón por la que los niños se unen a Gran Ravine es sencilla.
«El gobierno no crea empleos, es un país sin actividad económica. Vivimos de la basura, somos básicamente un Estado fallido«.
No reconoce el efecto negativo que tienen bandas como la suya en la economía de Haití.
Los civiles, que tienen miedo de salir de sus hogares para ir a trabajar, también sufren debido a la extorsión. Les piden dinero con regularidad.
Con 700.000 residentes obligados a huir de sus hogares debido a la violencia infligida por grupos como Gran Ravine, las escuelas de la capital se han convertido en campamentos para desplazados internos.
Negociant es una de las que ha tenido que buscar refugio.
Se sienta con sus cinco hijos, apretados en un pequeño balcón de la escuela que ahora llaman hogar.
«Hace apenas unas semanas vivía en mi propia casa», cuenta, «pero las pandillas se apoderaron de mi barrio».
La mujer explica que escapó a una zona de la ciudad llamada Solino, hasta que también fue invadida por pandillas y entonces tuvo que huir junto a cientos de personas más.
«Hoy, de nuevo, he tenido que huir para salvar mi vida y la de mis hijos», afirma.
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