La visión que tiene Europa de China ha evolucionado. Pasó de puro desconocimiento del país, a la curiosidad por su historia y su cultura. Más tarde, el interés de los europeos se acrecentó con el auge económico de China, sobre todo, tras su ingreso en el 2001 a la Organización Mundial del Comercio. Con el tiempo, Europa se volvió dependiente de la importación de productos chinos de bajo coste; mientras que el pujante mercado chino ejercía un claro atractivo, del que la industria automotriz alemana es buen ejemplo.
En los últimos años, sin embargo, Bruselas ha mirado a China a través del prisma de la competencia estratégica. Europa le ha acusado de incurrir en prácticas comerciales desleales, argumentando que las empresas estatales o subvencionadas por el Estado cuentan con ventajas excesivas en sectores estratégicos. También ha alertado sobre el dominio chino de las cadenas de suministro y su control de minerales críticos. Y ha expresado preocupación por la creciente ambición geopolítica del Imperio del Medio.
Con todo esto en mente, viajé recientemente a Pekín en una visita organizada por el Partido Comunista de China (PCC). Y lo que más me llamó la atención no fueron las pruebas de la potencia internacional del país, sino su dinámica interna; en particular, los cambios en el contrato social en el que se sustenta el dominio del PCC.
Durante décadas, el contrato social se ha basado en una ecuación simple: el Estado ofrecía crecimiento económico sostenido (con las oportunidades de prosperidad aparejadas), y el pueblo aceptaba límites a sus libertades civiles y políticas. Este acuerdo se cimentó con Deng Xiaoping; con el inicio del proceso de “reforma y apertura” y su evangelio de la riqueza (“enriquecerse es glorioso”) que dio forma al meteórico ascenso de China.
Pero la economía china ha sufrido varios reveses en los últimos años. Al igual que en el resto del mundo, la pandemia de la covid-19 (y las drásticas cuarentenas impuestas por el gobierno) provocaron una acusada reducción del crecimiento económico. Pero la economía china nunca se recuperó del todo: se han juntado una crisis inmobiliaria, una fuerte reducción de la inversión extranjera y una caída de la confianza de consumidores y empresas, en parte como resultado de políticas macroeconómicas y regulatorias ideológicas y fuera de toda previsión.
Ante ello, el PCC está tomando medidas para acelerar la recuperación económica. Cuando los datos del tercer trimestre revelaron que el crecimiento había vuelto a situarse por debajo del objetivo oficial del 5%, los dirigentes chinos dieron (por primera vez en catorce años) señales de un cambio de rumbo, desde una política monetaria “prudente” a otra “moderadamente flexible”, y sugirieron que el 2025 traerá consigo una política fiscal “más proactiva”. El objetivo es impulsar una demanda interna ralentizada, si bien las exportaciones (sobre todo a Europa) seguirán siendo esenciales para mantener la economía a flote.
Sin embargo, aunque China supere sus retos inmediatos, su economía ya está demasiado desarrollada como para seguir basando el contrato social en un crecimiento de dos dígitos. Esto no pasa inadvertido al presidente chino Xi Jinping. El autoproclamado “piloto al mando” (una poco disimulada referencia al “Gran Timonel”, Mao Zedong) progresivamente busca reforzar los cimientos de su legitimidad sumando seguridad al crecimiento. El compromiso actual del gobierno chino se orienta a garantizar el bienestar de los ciudadanos (mediante la protección del medioambiente) y fomentar la “prosperidad compartida” (reforzando, por ejemplo, el apoyo a los trabajadores rurales que migran a las ciudades).
Este enfoque no solo es fundamental para el “Sueño Chino” de rejuvenecimiento nacional de Xi, sino que respalda los esfuerzos del PCC en mejorar la imagen del país y el gobierno como líder medioambiental mundial. En la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de este año (COP29), los dirigentes chinos hicieron alarde de los $24.500 millones en financiación de transición energética que (según sus propios cálculos, difíciles de verificar) Pekín ha destinado a los países en desarrollo desde el 2016.
Pero también hay inversión verde en el ámbito local. Dos tercios de los proyectos de energía solar y eólica del mundo se construyen en China, y el país alcanzó el objetivo de capacidad instalada de generación de energía de fuentes renovables seis años antes del plazo fijado (2030). Al tiempo, el año pasado también se construyó allí el 95% de las nuevas centrales de carbón. Aunque el PCC está bajo la presión de proveer energía suficiente para sostener el crecimiento de su economía, no hay que subestimar sus incentivos para la acción en contra de los gases de efecto invernadero.
Más allá de consideraciones geopolíticas, el liderazgo medioambiental de China es una respuesta a las demandas de sus ciudadanos, cada vez más preocupados por los daños ambientales que conlleva un desarrollo acelerado. En China, la contaminación atmosférica causa unas dos millones de muertes al año, y el suministro de agua es limitado y está contaminado. Así, cuando Xi habla de “cielos azules, campos verdes y agua pura”, lo hace tanto para el público extranjero como para el nacional.
La población también espera que los líderes cumplan su promesa de seguridad económica. Desde que en el 2021 Xi introdujo la idea de “prosperidad compartida”, la desigualdad en China (sobre todo entre regiones) ha aumentado. Esto explica, en parte, por qué tantos desean abandonar las —no tan prósperas— áreas rurales en busca de oportunidades en las dinámicas ciudades. En los próximos cinco años, se prevé una tasa de urbanización cercana al 70%, por lo que apoyar el bienestar de los residentes urbanos será un desafío clave para el gobierno de Xi.
La posibilidad de ver estos hechos en persona (y percibir cambios en las expectativas de los habitantes y en las prioridades del gobierno) ha enriquecido mi comprensión de China. He podido recordar —viéndolo de primera mano— por qué el involucramiento con el país asiático sigue siendo crucial, pese al momento de creciente competencia y antagonismo entre China y Occidente que vivimos.
Ana Palacio fue ministra de asuntos exteriores de España y vicepresidenta sénior y consejera jurídica general del Grupo Banco Mundial; actualmente es profesora visitante en la Universidad de Georgetown.
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