La modernidad se empieza a parecer mucho al mundo del Siglo de Oro. Hasta los libros vuelan hacia los grandes, con la desgraciada circunstancia de que los grandes de la actualidad no se sienten en la obligación de apadrinar creadores
En el capítulo VII de la primera parte del Quijote, el ama y la sobrina de Alonso Quijano lo intentan convencer de que su biblioteca ha desaparecido por arte de magia. Ha sido “el mesmo diablo”, afirma una, y la otra asegura que no, que ha sido “un encantador”, un brujo, que entró en el aposento y se lo llevó volando. Hay muchas cosas que vuelan en la literatura; cosas y gentes, como también sabían Luciano de Samósata –pionero de la ciencia ficción– y un discípulo suyo y buen amigo de Cervantes, Luis Vélez de Guevara, cuyos famosos protagonistas de 'El diablo Cojuelo' vuelan de acá para allá, descubriendo el “pastelón” del mundo con su gran “variedad de sabandijas racionales”.
Y algo hay de eso, de vuelos, pastelones y sabandijas, en lo que está pasando estos días con un aspecto de la tecnología y su efecto en lo tocante al libro, entendido aquí como ejemplo y metáfora de la creación artística en general. Todo empieza por una estratagema similar a la de tapiar una biblioteca, quemar su contenido y justificarlo después con un cuento coherente al trastorno del perjudicado; de hecho, sería idéntica si se sustituyera el incendio por el robo y la solitaria víctima por una civilización.
Hace dos mil años, Luciano ya coqueteaba con la idea de que la magia es indistinguible de “cualquier tecnología suficientemente avanzada”, en palabras de Arthur C. Clark ('Perfiles del futuro') y, desde luego, no se quedaba corto en sátiras a cuenta de un concepto con el que sucede lo mismo: el de Dios o los dioses, que recordaba hace poco el Consejo Europeo de Escritores en su campaña contra la IA generativa. En efecto, hasta la mercadotecnia del producto en cuestión traiciona la intención de fondo, porque es cierto que la propia definición de Inteligencia Artificial, “así, en singular”, la coloca “en un falso nivel sobrehumano, una especie de dios único” (Bruselas, 2023).
Ahora bien, la gran magia secuestradora de bibliotecas no podía fundar su paraíso sin fundar necesariamente un infierno, que de momento está habitado en exclusiva por las víctimas del hito: las personas que crean las obras secuestradas, repartidas por los nueve círculos de Dante con sus novelas, poemarios, canciones, ilustraciones, guiones y demás, que el nuevo «sector tecnológico» usurpó y sigue usurpando sin petición previa ni remuneración alguna para que su dios deje de balbucir. Mal divinidad sería si sólo produjera “millones de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias” (Borges, 'La biblioteca total'); mal divinidad y mal negocio, porque esto siempre consiste en alimentar el deseo de los creyentes e imponer una estructura religiosa que cobre por sus servicios y controle el pensamiento del supuesto beneficiario.
Como se ve, lo que en principio parecía un problema limitado a los creadores y, por tanto, ajeno a las preocupaciones y quizá el interés de la mayoría, es un problema social de primer orden, de consecuencias potencialmente catastróficas. Sin embargo, es improbable que los creadores y creadoras puedan derrotar al nuevo Leviatán por sus propios medios; la pérdida de influencia de la creación artística no es cosa de hoy; la incomunicación entre los distintos sectores culturales, tampoco y, mientras las empresas se dedican a despedir a miles de profesionales en todo el mundo para producir obras aún más baratas, la IA generativa se ha ganado el imaginable apoyo de millones de personas que sueñan con ser George Grosz o Maiakovski por el procedimiento de pulsar un botón, por así decirlo.
Nadie abandonará esa fiesta con preguntas relativas al a costa de quién o a expensas de qué, aunque quizá deberían formularse otras para no pecar “de inocentes y, quizás, de fatuos y engreídos”, como definió Antonio Machado a determinados personajes de la España de la Regencia (carta a Unamuno, septiembre de 1921); entre ellas, qué pasará con muchas editoriales, medios o autores así mantenidos si los dueños del dios consiguen una posición excesivamente dominante: hasta ahora, el servicio del cura y el barbero de los que salió el brujo de Antonia Quijana es el que se presta desde hace siglos a través de una figura que se ha dado en llamar “escritor fantasma” y antes se llamaba “negro” o “negro literario”, como bien sabían Blasco Ibáñez o Alejandro Sawa, por citar a dos de los más famosos fantasmas de nuestra literatura, y el hecho de que no se lleven el reconocimiento de su trabajo ni, por supuesto, cobren derechos por él, no significa que eso no pueda cambiar.
Sospecho que el proceso que acaba de empezar va a ser menos plácido de lo que creen los ejecutivos del flamante ser supremo; pero ya han conseguido que varios Estados den por bueno el robo masivo de obras y, no contentos con ello, que se concedan licencias para seguir robando sin que los trabajadores de la cultura tengan posibilidad no ya de negarse, sino de saber qué les han robado; incluso se habla de remuneraciones futuras que no se cobrarán –o acabarán en manos de las sociedades de gestión– por la misma razón por la que los traductores no suelen ver un céntimo en derechos desde hace décadas: porque la ley de propiedad intelectual se incumple sistemáticamente y, como el Estado se lava las manos al respecto, no hay forma de conocer cosas tan básicas como los datos reales sobre las tiradas o la exactitud de las liquidaciones anuales, si es que se reciben.
La modernidad se empieza a parecer mucho al mundo del Siglo de Oro. Hasta los libros vuelan hacia los grandes, con la desgraciada circunstancia de que los grandes de la actualidad no se sienten en la obligación de apadrinar creadores. Por este camino, no se extrañen si, al final, cuando ya no quede nada que saquear, los brujos retoman una costumbre del XVII: la de hurtar autores, tan grave que el propio Lope de Vega se sintió en la obligación de elaborar una lista de sus obras (véase 'El peregrino en su patria', de 1604) y puntualizar en el prólogo: “No crean que aquellas son mis comedias, aunque tengan mi nombre”.