Las tiendas-androides de souvenirs o carcasas de móviles son meras monstruosidades comerciales efímeras e insípidas, con una identidad incapaz de cubrir la de los comercios arraigados en las comunidades, como la histórica librería Sant Jordi
En el local anexo a la histórica librería Sant Jordi de Barcelona, con sus revestimientos de madera y sus muebles antiquísimos, hay un local de souvenirs llamado ‘Love Barcelona’. Tiene uno de esos escaparates que parecen diseñados por inteligencia artificial, plastificados en colorines horteras. Casi toda la calle Ferrán barcelonesa, por la que pasean hordas de turistas a diario, se ha convertido en una franja de tejido comercial redundante. En sus aceras se agolpan locales de idéntica cartelería, tipografía y gama cromática fluorescente, con luces chillonas y música estridente. Algunos venden zapatos, otros carcasas de móviles, otros llaveros y tazas de la Sagrada Familia.
La librería Sant Jordi está protagonizando estos días una especie de milagro navideño que, de llevarse al cine, estaría protagonizado por Meg Ryan y guionizado por Norah Ephron. El 10 de diciembre falleció, a los 58 años de edad, Josep Morales Monroig, su propietario. Alguien avisó por redes sociales de la muerte de Morales y de la precaria situación de la librería, cuyo alquiler vence en febrero, y desde hace días colas y colas de vecinos se agolpan a sus puertas para comprar sus libros. En todos los reportajes aparece emocionadísima Cristina Riera, pareja del librero, que cuenta cómo ella misma se enamoró de la librería hace 30 años y después del propio Josep, y cómo esto que está ocurriendo es el mejor homenaje posible a su figura y a su legado.
El edificio de la librería es propiedad, adivinen -bien adivinado- de un fondo inversor con el que es imposible comunicarse. A través de burofaxes les han exigido sucesivas subidas de alquiler, hasta anunciarles que les echan a partir de febrero si no son capaces de afrontar el nuevo precio. Cristina repite en todos los reportajes que están luchando con el Ayuntamiento y la Generalitat para que el negocio se lo quede otro librero o alguna institución pública, porque dejar morir la librería Sant Jordi sería un crimen ya no solo cultural, casi que cívico.
La identidad y la autoestima de las ciudades están ligadas al pequeño comercio. Y, en este sentido, el vacío que está dejando el cierre de pequeños comercios como librerías, bares, farmacias, o tiendas, es semejante al que dejó hace décadas el cierre de muelles o fábricas, con la diferencia de que el cierre de estos pequeños comercios se ubica ahora en el centro de ciudades ganadas por completo ya al consumo turístico. Lo que los sustituye, es decir, esas tienda-androides de souvenirs o carcasas de móviles, son meras monstruosidades comerciales efímeras e insípidas, con una identidad incapaz de cubrir la de los comercios arraigados en las comunidades.
Sin embargo, la historia de la librería Sant Jordi está dejando estos días una sensación no sé si ilusionante, pero al menos bonita: dentro de la tentación hacia el aislamiento que provoca la turistificación, los vecinos están mostrando que siguen ahí, que Barcelona es su ciudad, que lo social es tan importante como lo económico y que su valor como comunidad está en su cohesión. No sé si el espíritu navideño me está nublando la mente, pero creo que todavía hay esperanza.